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Diario YA


 

¿Dios existe o no existe?

Ángel David Martín Rubio. 14 de enero.
 

En su discurso en el Teatro de la Comedia el 29 de octubre de 1933, José Antonio Primo de Rivera aludió con fina ironía a cómo el Estado liberal, al no reconocer ninguna verdad extrínseca que le sirva de fundamento, se cree con derecho a decidir por la pura fuerza numérica de los votos hasta la existencia de Dios: «Y como esa voluntad colectiva, esa voluntad soberana, sólo se expresa por medio del sufragio –conjetura de los más que triunfa sobre la de los menos en la adivinación de la voluntad superior–, venía a resultar que el sufragio, esa farsa de las papeletas entradas en una urna de cristal, tenía la virtud de decirnos en cada instante si Dios existía o no existía, si la verdad era la verdad o no era la verdad, si la Patria debía permanecer o si era mejor que, en un momento, se suicidase». Una idea similar repetiría poco después en Valladolid: «Pero llega un momento en que se les dice a los hombres que ni la mentira ni la verdad son categorías absolutas, que todo puede discutirse, que todo puede resolverse por los votos, y entonces se puede decidir a votos si la Patria debe seguir unida o debe suicidarse, y hasta si existe o no existe Dios. Los hombres se dividen en bandos, hacen propaganda, se insultan, se agitan y, al fin, un domingo colocan una caja de cristal sobre una mesa y empiezan a echar pedacitos de papel en los cuales se dice si Dios existe o no existe y si la Patria se debe o no se debe suicidar» (4-marzo-1934). La cosa estaba en el ambiente por aquellos años; el Ateneo de Madrid puso a votación entre sus miembros la cuestión acerca de la existencia de Dios y el resultado fue favorable a la respuesta positiva ¡por un voto a favor! No creo que nadie decidiera cambiar sus creencias después del veredicto pero el simple hecho de atreverse a formular la pregunta es revelador de la frivolidad de la posición previa.

Aristóteles y Santo Tomás expusieron diversas pruebas racionales de la existencia de Dios, los parlamentos decimonónicos y los ateneos liberaloides debatieron acerca de su existencia, en la España de ZP hemos decidido trasladar la cuestión a los letreros de los autobuses. Triste expresión de la situación en que nos encontramos y de nuestra aparentemente irreversible decadencia intelectual. Hace unos días la Unió d’Ateus i Lliurepensadors ha sufragado un rótulo blasfemo en los medios de transporte de Barcelona. Al tiempo que avezados representantes del pensamiento católico se apresuraban a afirmar que están en su derecho a hacerlo aunque yo no lo comparta porque la libertad de conciencia y de expresión valen más que la verdad, representantes de las comunidades evangélicas han tratado de hacer frente a la campaña en su mismo terreno: la frase «Dios sí existe. Disfruta de la vida en Cristo» podrá leerse por las calles de Madrid.

Pero decir que Dios existe es muy poco. Y disfrutar de la vida es un mensaje, cuanto menos, ambiguo. Dios existe y se ha revelado en plenitud en Jesucristo. Por eso, aceptar esa revelación que nos llega en la Iglesia por Él fundada y dejar que configure toda nuestra existencia individual y social es más importante para cada uno de nosotros que reconocer su existencia. «¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. Los demonios también creen, y sin embargo, tiemblan. ¿Quieres convencerte, hombre insensato, de que la fe sin obras es estéril?» (St 2, 19-20). Porque nos jugamos la salvación, y lo que salva no es una creencia religiosa más o menos difusa. La religión puede utilizarse en instrumento de opresión como lo era entre los pueblos pre-colombinos o ser instrumento de salvación eterna y de progreso material como ocurrió cuando se les predicó a esos mismos pueblos la Verdad del Evangelio. Pero hoy, en América y en España, las sectas de fondo pretendidamente cristiano pescan en el río revuelto de la falta de pulso del catolicismo oficial y de la apostasía práctica en que vivimos.

Enhorabuena a los Evangelicos por su campaña pero no olvidemos que son más cosas las que nos separan de ellos que las que hipotéticamente tenemos en común. Eso sí, en coherencia parece que nos ganan.  

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