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Diario YA


 

Camino de Zinderneuf

Baroja, in memoriam

Juan Carlos Blanco. Con frecuencia se descubre en las letras de Baroja un manojo de razones sobradas que nos incitan a mirar en redondo y que nos adentran en lo más hondo de nuestra literatura. Y en nuestra propia memoria. La que nos hace volvernos sobre nosotros mismos y nos lleva a observarnos con detenimiento, acaso admirados por lo que en realidad somos, al descubrirnos. O por lo que parecemos a nuestros propios ojos y a los ojos de los demás. O por lo que pretendemos mostrar, a quienes nos contemplan desde la suficiente distancia. Al final es la pretensión última de mostrarnos lo que nos diferencia un tanto. Condicionando nuestro comportamiento y haciéndonos parecer diferentes de lo que en realidad somos.

Con la multitud de circunstancias que soportamos todos y cada uno de nosotros sobre nuestras espaldas, y que apenas logran ser discernidas por los demás, ni siquiera los situados más cerca. Y logra Baroja en muchas de sus novelas retratar someramente algunas de nuestras carencias, las miserias insoslayables y que aparecen siempre. Nuestro quijotismo recurrente y ese arrojo mal entendido que al final nos pierde. Y en cierto modo se trata de un escritor atípico, maltratado por alguno de sus coetáneos y puesto en tela de juicio, señalada conspicuamente su prosa a la que se acusaba de enmarañada y que terminaba por desmadejarse siempre, la supuesta imperfección sintáctica y gramatical que se desprende de la lectura atenta de sus palabras. Y el propio Ortega y Gasset fue de los que más sangre hizo (inabarcable Ortega, por desmedido. Su inagotable ingenio nos alumbrará durante muchos siglos), acusándolo de caótico y de ocupar su tiempo en la elaboración de unas historias menudas y secundarias que no le merecían el menor respeto. Y quien respondió de inmediato fue el bondadoso don Miguel de Unamuno, al que nunca podremos agradecerle lo suficiente su desbordante empeño, con sus muchas luces y sus muchas sombras y con la multitud de palabras suyas e inveterados gestos. Para la eternidad queda su enfrentamiento ideológico con Millán Astray, encontrándose ya en sus postreros días, su valor contrastado y su lealtad que se tornaba irrevocable para consigo mismo, en relación a sus muchas ideas tan intrincadas.

Y el discutido Hemingway enarbolando la bandera tremolante de Baroja con su reconocimiento expreso. Insistiendo en multitud de foros sobre la conveniencia de volver las miradas de todos hacia la escritura de aquel escritor español tan huraño, ejemplo de prosa encendida y defensor de unas ideas que anidaron con facilidad en el pensamiento de tantos. En una de mis fotografías predilectas se muestra al moribundo Baroja próximo a los estertores últimos, postrado en su lecho que será de muerte. Y a su lado comparece el corpulento escritor norteamericano, con su mirada afectuosa y colmada de vida. Sería incapaz de imaginar a Hemingway privado de su vitalidad legendaria, la misma que lo llevó a escribir ese montón de novelas trepidantes que fueron degustadas por una inmensa mayoría; más que nada antes de cumplir los treinta, en realidad desconozco si se trata esta de una impresión que le alcanza a los demás lectores, que la lectura voraz de Hemingway se da más que nada durante la adolescencia y los primeros veinte, y que termina por desleírse siempre, conforme avanza el tiempo.

Y me parece Baroja un eslabón de magnitud primera. “Algunas veces me miro en el espejo y, al verme viejo y cambiado, me digo a mí mismo: -¡Ah!, pobre hombre. Tu juventud se fue-. Han pasado muchos años desde que salí de mi pueblo, ¿y qué he hecho? Ir, andar, moverme de aquí para allá, llevado por un turbión de acontecimientos que me han dejado el alma vacía. Cuando he buscado un poco de calor y de abrigo, he encontrado frialdad, dureza y egoísmo. Navegando, he perdido la noción del tiempo; embarcado, los días son largos, y, sin embargo, los años, suma de días, son cortos, escapan, vuelan”. Y como digo, me parece Baroja un eslabón de magnitud primera. Desempeñando la impagable labor de aunar el presente con el pasado y congeniarlo todo con el futuro más inmediato. Es una de las impresiones que me deja siempre su lectura tan grata, que ejerce de nexo de unión entre las generaciones presentes y las que ya están pasadas, y que de igual manera se ocupa de perpetuar la línea vaga por la que se conduce siempre la literatura: Cervantes-Galdós-Baroja-segunda mitad del siglo xx (Sender, Cela, Marsé, Delibes).

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