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Crítica de la “modernidad líquida” en el 2º aniversario del fallecimiento de Zygmunt Bauman

José Antonio Bielsa Arbiol. Fallecido hace un par de años, el sociólogo Zygmunt Bauman ejemplifica cuán efímeros y coyunturales pueden ser los referentes intelectuales de nuestro tiempo, sobre todo cuando éstos aparecen mediatizados por una corriente filosófica tan erosionada hoy como es el pensamiento marxista. En este breve artículo pondremos en claro algunas de las más estimables ideas de este autor por lo demás interesante.

José Antonio Bielsa Arbiol. Hasta ayer, como quien dice, la obra del finado sociólogo polaco Zygmunt Bauman (1925-2017) gozaba de una difusión poco menos que líquida, de puro fluida: sus libros, bien abundantes en el mercado editorial, caían gota a gota en los estantes de las librerías, prestos a satisfacer la demanda de ese presunto público postmoderno al que iban destinados; sus títulos, no precisamente originales, eran bastante reconocibles porque hacían énfasis en el empleo del adjetivo líquido. La marca “Bauman” estaba de moda. Tanto que hasta se le hizo acreedor del Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, entre otros muchos. Llegado -el pasado 9 de enero- el segundo aniversario de su deceso, Bauman se nos antoja un autor muy “viejo”, casi antediluviano.

Este pensador de segundo orden no intentó engañar a nadie. Sus libros más vendidos adolecían de esa hipertrofia conceptual devenida ejercicio de autofagia tan propia de nuestro tiempo; al igual que los más eficientes mercaderes de la alta cultura, supo ostentar el monopolio de las ideas recurrentes copiosamente revisitadas: las cuatro o cinco ideas que le pertenecen, gestionadas en sus propias manos, le llevaron a plagiarse a sí mismo con reiterado afán mercantil (?), haciéndose al fin un lugar prominente en el mercado editorial y ganando una fortuna; resultado de esta grafomanía, tan abigarrada como estéril, fue el fruto visible de su actividad intelectual: esa sarta de libros, tan iguales unos a otros como discutibles, y con títulos tales como Modernidad líquida, Vida líquida, Amor líquido, Tiempos líquidos, Miedo líquido, Arte, ¿líquido?, Los retos de la educación en la modernidad líquida, Mundo consumo, Vida de consumo, Vidas desperdiciadas, Confianza y temor en la ciudad, Trabajo, consumismo y nuevos pobres, etcétera, etcétera.

De haber sometido a una seria autocrítica el grueso de su producción última, de haber compendiado debidamente su investigación -y las mentadas ideas recurrentes afines a ella- en una sola obra, o en un número razonable de opúsculos, el pensamiento baumaniano habría resultado mucho más estimulante y rompedor (aunque acaso menos difundido y/o asentado por el Sistema): la repetición de las ideas centrales, sus muchas entregas, no parecen así sino hueros espejismos de ese libro famoso que fue Modernidad líquida, la pretendida obra magna del Bauman de senectud y el libro el que recurriremos en adelante en este artículo.

La idea vertebral de Modernidad líquida era bien simple, y se basaba en la contraposición entre sólidos y fluidos: mientras que los primeros se mantienen fijos y estables en su forma, los segundos por el contrario fluyen, están sometidos a continuas transformaciones. Si los sólidos pertenecen de lleno al espacio, que ocupan sin presuponer inminentes modificaciones, los fluidos exceden el propio límite fijo, implicando el tiempo en cuanto factor inherente a los mismos: es decir, los sólidos “cancelan el tiempo”, mientras que los fluidos “se desplazan con facilidad”. A partir de esta comparativa, un tanto peregrina a primera vista, Bauman desplegaba todo su sistema de pensamiento.

Surge así la asociación de manera inevitable, vinculando lo sólido con el pasado (el mundo de ayer), mientras que lo líquido/fluido vendría a representar la modernidad, nuestro inmediato presente. Bauman indica el momento germinal de esta fluidez en cierto pasaje del Manifiesto comunista, donde el infausto dúo Marx-Engels abogaba ya por “derretir los sólidos”, esto es acabar con la sempiterna tradición y sus estructuras de poder (léase el orden político y la supuesta “ordenación de clases”); el polaco, tan obvio él, identificaría estos sólidos premodernos como elementos deteriorados, “condenados y destinados a la licuefacción”. Pero el objeto futuro que lo sustituiría, al menos en principio, no iba a ser un fluido, sino otro sólido, al parecer nuevo y mejor, y por tanto más definitivo y/o acorde con su época. Sin embargo, tal intercambio (de sólido obsoleto a nuevo sólido) no llegaría según el autor a consumarse debidamente: la sustitución de unos códigos por otros, en el proceso mismo, habría de pervertir la esencia histórica de estas relaciones de poder. En palabras del autor:

“Derretir los sólidos” significaba, primordialmente, desprenderse de las obligaciones “irrelevantes” que se interponían en el camino de un cálculo racional de los efectos; tal como lo expresara Max Weber, liberar la iniciativa comercial de los grilletes de las obligaciones domésticas y de la densa trama de los deberes éticos; o, según Thomas Carlyle, de todos los vínculos que condicionan la reciprocidad humana y la mutua responsabilidad, conservar tan sólo el “nexo del dinero” (Modernidad líquida).

Irrumpe al fin, pues, el inevitable vil metal. Sobre este presupuesto, Bauman afianza su crítica al sistema de la modernidad líquida, sistema basado en la delimitación espacio-temporal de unos contrarios claramente diferenciados: la elite global contemporánea, que ha tomado los hábitos del nomadismo, por un lado; y la ciudadanía, la multitud de sujetos sedentarios que sobrellevan sus vidas en un contexto de “amos ausentes”.

Y en medio de este entorno más o menos hostil, más o menos determinado, aparece el sujeto sufriente y/o desesperado: el individuo. Bauman opone, por ende, individualismo a ciudadanía, presuponiendo que la vigencia del primero tiende a ahogar la presencia de la segunda como realidad social; sendos conceptos materializan una problemática que entra de lleno en las paradojas de los espacios público(s) y privado(s). La única realidad visible/viable, pasa por tanto en este pensador a ser el individuo: nuestra sociedad, que no ofrece otras posibilidades para el hombre sin posibles, postula la supremacía del individuo como elemento-pieza central de una sociedad viciada y ego-maníaca: una sociedad de individuos, de soledades compartidas, de egoísmos recíprocos, donde todos y cada uno se anulan a partir de su previa (auto)afirmación; la presunta libertad del individuo deviene así, cual punto sin retorno, estafa masoquista aupada por el Sistema:

“La capacidad autoafirmativa de los hombres y mujeres individualizados en general no alcanza los requerimientos de una genuina autoconstitución. Como observara Leo Strauss, la otra cara de la libertad sin frenos es la insignificancia de la elección, y ambas caras se condicionan mutuamente: ¿por qué prohibirse lo que no tiene, en definitiva, mayores consecuencias? Un observador cínico podría decir que la libertad llega cuando ya no importa” (Bauman, Modernidad líquida).

En tanto que la libertad no le concede al moderno el mínimo poder real, la problemática se despliega como por inercia: lo inane sustituye a lo trascendente, los líquidos pasan a ocupar el espacio de los sólidos: todo fluye, nada permanece.

Sujeto anestesiado y sin voluntad, el moderno transita por los espacios de la modernidad en medio de multitudes alienadas, no por intercambiables menos diferenciadas estadísticamente. La entidad física de los espacios antaño transitados como intermediarios de lo público y lo privado (el ágora de la polis griega, por ejemplo) ha desaparecido en beneficio de unos espacios de mera transición absorbidos por los centros de poder, inmersos éstos de lleno en la esfera de lo privado: la propia experiencia de lo empírico así nos lo permite comprobar: plazas, parques, calles, marquesinas de tranvías, etc., quedan así como lugares “a la sombra de…”:

“Ya no es cierto que lo “público” se haya propuesto colonizar lo “privado”. Es más bien todo lo contrario: lo privado coloniza el espacio público, dejando salir y alejando todo aquello que no puede ser completamente expresado sin dejar residuos en la jerga de las preocupaciones, las inquietudes y los objetivos privados” (Bauman, Modernidad líquida).

Conforme el espacio público desaparece -pues, según Bauman, tiende a desaparecer-, las estructuras de poder sofistican sus nexos internos de comunicación privada, ocultando su arquitectura, in-visibilizándose “hacia la extraterritorialidad de las redes electrónicas”, esto es hacia la dimensión virtual del Poder, bien característica por otra parte del ya referido nomadismo del poderoso auténtico moderno; esta invisibilidad termina de amarrar al ciudadano-víctima a una subsistencia tan precaria como individualizada: su nicho vital, con todo cuanto ello -y para mal- supone.

Y es que, como habrá de afirmar rotundo el polaco, “la nuestra es una época de cerraduras patentadas, alarmas antirrobo, cercas de alambre de púas, grupos vecinales de vigilancia y personal de seguridad; asimismo de prensa amarillista “de investigación” a la pesca tanto de conspiraciones con las que poblar de fantasmas un espacio público ominosamente vacío como de nuevas causas capaces de generar un “pánico moral” lo suficientemente feroz como para dejar escapar un buen chorro de miedo y odio acumulados” (Bauman, Modernidad líquida). Casi nada.

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