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Diario YA


 

El fraguismo, ¿esencia o accidente?

Carlos Gregorio Hernández. 18 de diciembre. 

La Transición, aunque los medios de comunicación se empeñen en afirmar lo contrario, no fue una democracia de reconciliados sino de excluidos. La propia AP sufrió ese proceso, que trataba de purgar el nuevo régimen de los rescoldos del antiguo, incluyendo también a las personas. Hombres como Manuel Fraga, Fernando Suárez González y José María Areilza perdieron el tren del liderazgo, pese a que tenían en su currículo el aval del llamado aperturismo y una talla intelectual muy superior a la de los hombres que vinieron a ocupar el primer plano. La razón fue su compromiso con el anterior régimen, que en la nueva hora se convirtió en un estigma y aun sigue siéndolo.

La derecha posible, la que Fraga ha mantenido bajo su manto, siempre ha contado con ese lastre que todavía no ha superado y que se perpetúa en el constante complejo sobre el pasado propio.  Desde entonces no ha podido ser una fuerza creadora sino una rémora de la izquierda y, en todo caso, una vacuna frente a la reacción. El propio Manuel Fraga explicó en su momento que el principal servicio que prestó al proceso de “voladura controlada del régimen de Franco”, tal y como lo definió magníficamente Sigfredo Hillers, fue liderar y conducir a una derecha que desconfiaba del cambio político, atenuando el impacto de los cambios y cortando toda posibilidad de reacción que pudiera haber hecho fracasar el proceso dirigido a encumbrar el progresismo.

Luego vino la supuesta redefinición ideológica de Aznar que pretendió enmascarar a la derecha como centro. Pero si se indaga un poco se descubre que el centro que reivindicó Aznar ya lo había esgrimido Manuel Fraga como soporte publicitario de AP, de Reforma Democrática y también de las sociedades anónimas que la precedieron y que fueron creadas para salvar las limitaciones impuestas al asociacionismo político en la etapa inmediatamente anterior. Es decir, que para acceder al poder y satisfacer sus ambiciones personales los hombres de la derecha no han dudado en ningún momento en expurgar las ideas que en principio les fueron propias y reconducirlas hacia posiciones más confortables, asumiendo el liderazgo ideológico por el adversario. 

Bien es cierto que el fraguismo tuvo que ir desbrozando el tronco la ambición de poder de sus ramajes el ropaje ideológico. A Fraga le han echado en cara en estos días su pasado como ministro de Franco. Parece ya olvidado que durante las elecciones de 1977, en plena Transición, AP cerraba sus actos al grito de “¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!”. Silva Muñoz, uno de los “siete magníficos”, reivindicó en el Congreso de AP de ese mismo año lealtad al Caudillo y que en sus listas, incluso en elecciones posteriores, figuraron hombres que sostuvieron incólume su compromiso con la política anterior. También es cierto que Manuel Fraga terminó por acabar con aquella pléyade de líderes de prestigio el citado Silva Muñoz, Cruz Martínez Esteruelas, Fernández de la Mora, López Rodó, etc. para pasar a rodearse de jóvenes que no le hacían la misma sombra, como Alberto Ruiz-Gallardón y Jorge Verstrynge, hoy en el PSOE y entonces encumbrado a la secretaría general de AP por Fraga.

Pero la retórica en AP, y en su secuela, el Partido Popular de Aznar y luego de Rajoy, siempre ha ido cediendo, poco a poco, a la tendencia de fondo, que se evidencia en las obras. Vive como piensas o terminarás pensando como vives. Mientras que el programa fundacional de AP sostenía la prohibición de los partidos comunistas al cabo de un año el propio Fraga presentó a Santiago Carrillo en el Club Siglo XXI. El político gallego también estuvo en el nacimiento de El País y en la génesis del texto constitucional, precisamente defendiendo el nacionalismo que ahora critica y que otros denunciaron desde las mismas bancadas del Congreso. Las concesiones a los separatistas en aquellos años fueron mucho más graves si cabe, porque sentaron las bases de la caótica situación actual. No puede obviarse tampoco que, por mucho que se repita, la Transición pacífica nunca existió, puesto que ETA y otros grupos terroristas pusieron cotidianamente muertos sobre la mesa de las negociaciones a las que acudían con sus mismas reivindicaciones los partidos separatistas e izquierdistas.

La denuncia de la complicidad de Fraga, AP y el PP de Aznar y Rajoy en sus actos e ideas con la situación que ahora reprueban no obsta para que ciertamente tengan razón, aunque nunca hayan hecho un mínimo acto de contrición ni en el porvenir se augure una enmienda. Si verdaderamente Fraga creyera sus palabras contra el nacionalismo, su condena tendría que haberse extendido a varios de los líderes del actual Partido Popular, como su sucesor en Galicia, Alberto Núñez Feijoo, que ya ha tendido la mano al BNG para una futura coalición que le devuelva al poder. Igualmente tendría que haber censurado a Mariano Rajoy, que fue quien, desde el Ministerio de Administraciones Públicas y con mayoría absoluta, realizó las mayores transferencias que hoy aprovechan los gobiernos autonómicos en manos de los nacionalistas e incluso de los conservadores. La crítica podría extenderse al ahora innombrable José María Aznar, que para garantizar su elección como presidente cercenó la carrera de los dirigentes de su propio partido que venían oponiéndose frontalmente al nacionalismo (recuérdese a Vidal Quadras). E incluso podría tener al mismísimo Fraga como protagonista por su ejecutoria en Galicia y por la defensa que hizo de la “nación de nacionalidades” y otras “perlas” del texto constituyente.

Lo cierto es que lo diga Fraga o su porquero el empuje de los separatistas hace necesario que el texto se enmiende y que la administración se reforme para poner coto al uso que se hace de las estructuras del Estado para destruir poco a poco y sin obstáculo la unidad de España.

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