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Diario YA


 

Juventud, divino meteoro

Pilar Muñoz. 1 de abril. Es difícil sustraernos al mundo juvenil, a su estética particular, a sus modos interactivos y tecnificados. El adulto moderno teme e idolatra a sus jóvenes, sin entenderlos, sorprendiéndose, sin profundizar en las actuaciones de su generación adulta. Nuestros jóvenes son “ultras” de la novedad, habitantes del ecosistema del consumo y adoradores de pantallas y bits rápidos de información veloz. Los adolescentes huyen mediante diferentes vías de un mundo adulto que consideran aburrido y lento. La velocidad de nuestros jóvenes hunde su sentido en la ausencia de sentido vital y de temor intenso a la finitud y muerte humanas.

La sociedad entera, incluidos los adultos, vivimos con el pánico del aburrimiento, con el aborrecimiento de lo reflexivo, del detenimiento, de lo pausado y lo meditado. Entramos en la neurosis del pánico al tiempo sin organizar, sin producir. Somos presas del mito nihilista de que todo pasado es vetusto, vacío y absurdo, toda pausa es una estación frustrante. Este renegar de cualquier conversación con la historia, lleva al adulto a un profundo sentimiento de pesimismo y de inseguridad ante vidas futuras y ante el obligado relevo del testigo generacional. La mutación juvenil ha cristalizado en unos individuos meteoros, que no se detienen en nada, que viven zapeando constantemente con sus sentimientos y sus pulsiones más arcaicas.

La juventud occidental es víctima y resultante de unos adultos sobreprotectores, endebles, individualistas, egoístas y altamente consumidores. Les hemos ahorrado realidad, les hemos acolchado todo dolor y sufrimiento posible, incapacitándoles para abordar ese paso definitivo y responsable que es la edad adulta. El mundo juvenil se desliza por laberintos de dolor y dureza: músicas estridentes y violentas, consumo de drogas cada vez más invalidantes y adictivas y vidas errantes con logos corporales de pertenencia a una tribu o banda que les ampare y acoja de un mundo adulto que modela irresponsabilidad y ausencia de sentido vital.

La rebeldía esperada de los jóvenes ha dejado paso a la violencia instrumental y enfermiza en las calles y las aulas. Es una llamada de atención a sus padres y profesores, de su soledad, de su necesidad de verdades, de su búsqueda permanente del bien y el mal. Los jóvenes veloces caen en picado como consecuencia de una sociedad que ha evolucionado de la represión a la permisividad y al relativismo. El adulto se está debilitando, teme a sus jóvenes, éstos por su parte se están primitivizando, involucionando a estadios ancestrales. La velocidad de la juventud está recorriendo el camino regresivo de la tecnificación a la barbarie tribal.

Los adultos hemos engañado y comprado ese pasaje a la banda urbana, a lo oscuro de sus ropas. El deseo extremo de poseer y acumular estado de bienestar les ha restado horas de comunicación con sus padres, les ha robado modelos eficaces de integración gozosa de los años y las responsabilidades. De otro lado, la atomización impuesta por el binomio Estado-Marketing ha diseñado “familias” imposibles de integrarse y de introyectar una estabilidad y un gusto por lo anterior, un respeto y admiración por las generaciones precedentes. La ambición del mundo adulto, su irrefrenable pulsión por el poder y sus codazos por el placer más superficial, ha pasaportado a sus jóvenes a una caverna de negativismo, de confrontación y de desmotivación vital.

La autoridad moral se ha desmoronado, por la propia ideología imperante de una generación adulta acomodada y sin valores espirituales. Este desarme moral se ha convertido en un boomerang para los padres, que temerosos ante la agresividad y violencia de sus hijos generan angustia, realizan chantajes con ellos, y por último acude al Estado para que resuelva una situación de ausencia de valores y de jerarquía necesarias para la convivencia familiar y social.

El índice de suicidio juvenil, las desapariciones misteriosas, las depresiones, las líneas de fuga del alcohol y las drogas, la reacción violenta en casa y en la calle, son otros tantos síntomas de una juventud abandonada por una sociedad que se exilia en la seguridad. Los adultos se pasan el día adulando al joven, su angustia de vivirse corporalmente alejados de la eterna juventud, les devuelve a los más jóvenes la inestabilidad de una sociedad que parece que tiende al suicidio colectivo, que ha perdido toda noción de sociedad y de especie.

A imitación de sus mayores, donde lo que interesa es el pragmatismo laboral y de diversión, el nivel cultural con el que viven los jóvenes es abominable. Las facilidades técnicas crean una legión de analfabetos funcionales, lo que entraña también una destrucción del idioma heredado. Fanáticos de la novedad, adoctrinados por la cultura del consumo, los jóvenes se resisten a todo lo que sea venerable, que en buena medida es lento y emana del trato con la palabra de la historia. Por esa misma razón “odian” el idioma español (en nuestra nación), porque resulta difícil, lento, pausado y sistematizado. El argot de las distintas tribus y medios de comunicación electrónicos eleva la rapidez de la comunicación, en sus perpetuos móviles.

Nuestra sociedad se infantiliza, nuestras familias se destruyen, nuestras jóvenes anulan la vida mediante la introyección de lo ambiguo o la muerte. Los niños y adolescentes se encharcan en una adición sin alternativa, en una soledad que les hace recluirse en la cueva de lo estridente, estrafalario y oscuro. Adorno y Cols afirman que se está produciendo una alianza entre el primitivismo del Ello, regido por el principio del placer y la norma hipermoral del consumo y el atomismo social, donde el Superyo no es lo moral o ético, sino el Mercado-Estado. 

 

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