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Diario YA


 

“Todos los actos de la vida social, incluso los sentimientos, pueden clasificarse según la ley de la oferta y la demanda” R. de Gourmont.

La Casa Real condenó a Cristina antes que lo hiciera la Justicia

Miguel Massanet Bosch. En ocasiones nos cuesta, a los simples ciudadanos de a pie, comprender lo que pasa por la mente de aquellas personas que ocupan puestos relevantes entre los que gobiernan o forman parte de las más altas instancias de la nación. Por ejemplo, lo que está pasando en esta especie de baile de despropósitos en el que se ha convertido el tan sobado y cacareado juicio que se sigue contra el señor Iñaki Urdangarín y su caso Noos, junto, aunque en menor medida, a su esposa la infanta Cristina, la hermana de SM el rey Felipe VI y la hija del emérito rey de España, don Juan Carlos I. Unos acontecimientos que  por sus peculiaridades, por las contradicciones y por las extrañas conductas de aquellos que intervienen en la instrucción del caso, no pueden dejar de llamarnos la atención a aquellos ciudadanos que seguimos con interés, con estupefacción y con una cierta inquietud, la concurrencia de distintas circunstancias que parecen contradecir el orden normal de la administración de la Justicia y del papel que les corresponde a cada uno de los funcionarios implicados en tal menester. Siempre los ciudadanos habíamos tenido la idea de que la función del fiscal, en el procedimiento penal, consistía en la representación del Estado en la acusación de quienes, presuntamente, eran autores de delitos penales. Es evidente que, en casos en los que las pruebas evidencien la inocencia del imputado y procesado, forma parte de su cometido del fiscal, evitar que se pudiera provocar una sentencia injusta; pero estos casos suelen ser los menos.

Con respecto al fiscal del caso, señor Horrach,  nos hace pensar que ha actuado con una cierta precipitación, tanto en las exculpaciones a la infanta Cristina, cuando apenas se habían iniciado las investigaciones sobre el tema, como cuando, a través de todo el tiempo de instrucción del sumario, ha seguido mantenido, con evidente terquedad, su lucha ( incluso en contra del juez Castro, con el que antes estaba a partir de un piñón), empeñado en sostener que la Infanta actuaba como un autómata firmando lo que le ponían delante y permaneciendo indiferente a los chorros de dinero que iban entrando en su cuenta ( en la de la sociedad que tenían creada, conjuntamente, ambos esposos, denominada Aizoom), sin tener la más mínima curiosidad acerca de dónde procedían y cuál era el motivo de que, de pronto, su esposo ganase el dinero a espuertas. Pónganse ustedes en su caso, si es que quieren valorar los hechos, y veamos como reaccionarían sus respectivas esposas si, de pronto, el marido decide comprarse un chalet, en el mejor lugar de Barcelona, por un precio que, para la mayoría de ciudadanos, resultaría prohibitivo; aunque hubieran obtenido una sustanciosa hipoteca  (que, suponemos que se debería pagar en cuotas y, con ellas, unos elevados intereses que no estarían al alcance del común de los mortales); una compra que, a todas luces, debía de intrigar a la infanta Cristina y que, evidentemente, fue motivo de comentarios con su esposo.

¿Acaso la infanta era una analfabeta, una indocumentada, una señora sin cultura ni preparación? No señores, en absoluto, se trata de una señora con una magnífica educación, que habla varios idiomas y que actuaba en una de las secciones de La Caixa de Pensiones, en un cargo de relevancia. Ella, sin duda, era consciente de lo que entraba en la cuenta y del destino que se le daba; por tanto o el fiscal, señor Horrach, recibía instrucciones de sus superiores en el sentido de librar a la infanta de ser acusada, algo que no sabemos, o su argumentación es evidente que es más propia de un novato que de un fiscal con varios años de ejercicio. Piensen ustedes si, este caso, hubiera afectado a dos ciudadanos anónimos y hagan un ejercicio mental pensando en lo que les hubiera ocurrido ante una acusación semejante. El socio, señor Torres y su esposa ya saben lo que es sufrir una abierta discriminación en cuanto al trato que han recibido respecto a su participación en el caso. Incluso la Hacienda Pública ha actuado con una cierta inconsistencia cuando, respecto a unas facturas falsificadas y conociéndolo que lo eran, las consideró desgravables para que, el total anual defraudado al fisco, no alcanzase la cifra de 120.000 euros anuales, el límite para que no pase a ser considerado como delito.

Un juicio kafkiano, muy difícil de ser entendido por la forma en la que ha sido conducido por los profesionales de la Justicia,  y que, los ciudadanos (a los que se les acusa, injustamente, de haber culpado a la Infanta antes de que la justicia se haya pronunciado sobre su posible delito) ven como un complot del Estado y la monarquía para evitar que esta institución se derrumbe a causa del descrédito que comporta para ella el que, alguno de los miembros de la Casa Real, esté en manos de los tribunales. Veamos si nos entendemos. El señor Horrach no ha tenido misericordia con el señor Urdangarín, al que ha acusado de todos los delitos imaginables y para el que pide, sin duda de forma desorbitada, casi 20 años de condena; cuando estamos acostumbrados a ver como se excarcelan a los etarras, culpables de un número grande de viles asesinatos, que salen en libertad después de haber cumplido menos de la mitad de lo que se solicita para un señor que ha cometido delitos, pero ninguno de ellos, de sangre. Choca esta dureza con la forma en la que trata a la Infanta a la que, si nos descuidamos, todavía le perdonaría la multa que, el señor Roca, en un alarde de diligencia, se ha ofrecido a pagar, aunque sabe perfectamente que no es el momento adecuado ni todavía se ha determinado su cuantía exacta.

Pero a mi se me ocurre que, en este caso, los primeros que han condenado a la infanta Cristina han sido los de su propia familia. La familia Real, empezando por el rey Juan Carlos I, desde el primer momento ya dieron por supuesto que el matrimonio Urdangarín había cometido delitos. La reacción inmediata fue la de intentar marcar la mayor distancia posible con su hija y su yerno. En ningún instante se ha apreciado  (salvo en el caso la reina Sofía) ningún gesto de compasión, apoyo, ternura, ni mucho menos, un intento de mantener una mínima comunicación con la pareja de “malhechores”; de la que han venido huyendo como de apestados. Puede que, desde el punto de vista de salvaguardar la institución monárquica, esta decisión haya sido útil  (algunos pensamos que el recorrido de la monarquía no va a ser largo), pero de lo que no hay duda es de que, desde el punto de vista humano, toda la familia real ha dado muestras de una insensibilidad y una crueldad difícilmente comprensible por una parte importante de la ciudadanía.

Y tenemos la impresión de que, en todo este penoso episodio, aparte de don Juan Carlos (obligado a dimitir) y de la reina, doña Sofía, la verdadera víctima de toda esta tragedia; ha habido quien, dentro de la misma familia Real ha jugado sus cartas con habilidad para que, hasta el actual monarca, don Felipe VI, haya extremado, de una forma quizá excesiva, su repudio hacia su hermana. Lo entenderíamos perfectamente si el que fuese el blanco de sus iras fuera el señor Urdangarín, que se ha buscado todo l o que le pueda ocurrir, incluso entrar en la cárcel; pero no se entiende un ensañamiento con su propia hermana que, aunque también pueda considerarse cómplice de de los delitos cometidos por su marido; no deja de ser su hermana. Pero ya sabemos que, en todas las familias, existe quien, para satisfacer sus deseos de estar por encima de los demás, es capaz de utilizar todos los medios lícitos e ilícitos para lograr sus fines. En fin, que nos quedan cosas que ver que es posible que acaben por convencernos de que esta Justicia que actualmente tenemos en España no es la que, muchos españoles, quisiera que existiese. O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, vemos como, una vez más, se nos quiera dar gato por liebre. Ya estamos acostumbrados.
 

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