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Diario YA


 

Publicamos la segunda parte de la entrevista

La entrevista que causó furor de Franco en Le Figaro (parte II)

Serge Groussard. -Me parece, Excelencia, que usted conoció muy bien al mariscal Pétain.
-Sí, y nuestros encuentros se escalonan sobre muchos años. El primero tuvo lugar en mil novecientos veinticinco; por entonces colaboramos en Marruecos. Más tarde solía verle con motivo de mis visitas a París.
Nos volvimos a encontrar en Madrid, donde el Gobierno francés le había mandado como embajador a principios de mil novecientos treinta y nueve. Manteníamos relaciones excelentes.
Cuando el mariscal fue llamado para formar parte del Gobierno de Paul Reynaud, en mil novecientos cuarenta, le aconsejé no aceptar.
«Se le impulsará a desempeñar un papel de portaestandarte –le dije–. Usted es el vencedor de Verdún, la máxima gloria viva de Francia. Usted es el símbolo de la Francia victoriosa y poderosa. Usted se va a convertir tal vez en el rehén de la renunciación francesa. Francia parece deslizarse hacia la derrota. Usted va hacia el sacrificio. Usted sufrirá amarguras que no merece en absoluto».
Contestó con una nobleza conmovedora. Estaba lúcido y sereno. «Sé lo que me espera –me dijo–. Pero tengo ochenta y cuatro años. No tengo nada que ofrecer a mi país sino yo mismo. Mi elección está hecha. Puesto que puedo aún ser útil a Francia sacrificándome, voy». Tenía un espíritu total de sacrificio. No se trataba de palabras.
-¿Ustedes se han vuelto a ver aún una vez más desde entonces?
-A mí regreso de Bordighera me detuve en Montpellier, a petición del mariscal. Almorzamos juntos. Estaba encantado de volver a verle. Fue una entrevista muy amistosa, muy útil también, ya que nos dio la oportunidad de dilucidar algunos malentendidos.
-¿Cómo encontró usted al mariscal en Montpellier?
-Igual que siempre, con un aspecto físico inmejorable, el espíritu claro. Siempre lúcido y sereno. Pero le faltaban conocimientos políticos. Y –viviendo en el recuerdo de la gloria francesa– no se daba cuenta de la situación presente en su país. Me hablaba sin cesar del porvenir, del resurgir nacional, hacía proyectos, decía: «Emprenderé esto, aquello...». Yo pensaba en el presente de Francia, en su subordinación trágica, en la división de su metrópoli.
“Acabé por exclamar: «Pero, señor mariscal, es preciso ante todo que se preocupe por los dramas del momento». Se echó a reír y me dio la razón, repitiendo: «¡Es verdad! ¡Es verdad!».
El mariscal Pétain fue un gran soldado y un gran francés.
-La estancia de Pierre Laval en España después de la derrota nazi y su repentina salida para Francia tienen algo misterioso. ¿Fue voluntariamente que Pierre Laval se entregó a las autoridades francesas?
-Cuando supe que Pierre Laval había tomado tierra en Barcelona, no supuse ni un instante que se propusiera permanecer en España como refugiado político. Era un estadista de fuerte experiencia. Tenía, por consiguiente, una clara noción de los problemas con los que tenía que enfrentarse un país como España. Al salir de nuestra guerra civil habíamos sabido permanecer neutrales durante todo el conflicto mundial de mil novecientos treinta y nueve-cuarenta y cinco, y esto, pese a preocupaciones a veces importantes. Una vez consumada la derrota del Eje teníamos, sin embargo, que tener en cuenta la hostilidad sin fundamento que numerosos ultras nos mostraban. Teníamos por entonces enormes dificultades con Francia. No podíamos pensar en aumentarlas sin motivos imperiosos, nacionales. Pues bien, la presencia de Pierre Laval en nuestro territorio aparecía ya como un desafío.
Pierre Laval comprendió muy bien todo esto. Tenía la posibilidad de ir fácilmente hacia otras naciones menos expuestas que nosotros a las dificultades. Unos amigos suyos le propusieron se embarcara para América del Sur. El barco estaba preparado. Pero Laval dijo que quería regresar a Francia. A pesar de la insistencia de sus amigos, persistió en su voluntad y se fue libremente hacia su destino.
-¿Pensó usted realmente después de la capitulación del Eje que España corría graves peligros?
-Desde luego. Hemos creído en el peligro y teníamos razón en creer en ello. Pero España estaba preparada para defenderse. Y yo sabía que la voluntad del pueblo español sería unánime. Existía el riesgo de excitaciones y provocaciones, el riesgo de una tentativa de invasión. España entera se hubiese agrupado instantáneamente, como lo iba a hacer a fines del año siguiente, cuando las Naciones Unidas decidieron las sanciones contra nosotros y la marcha de sus embajadores.
-¿Cómo piensa España contribuir a la paz del mundo?
-La verdadera finalidad que hay que alcanzar es la comprensión recíproca de todos los pueblos. De esta comprensión nace la paz.
-¿Ve usted una posibilidad en África del Norte? En caso afirmativo, ¿qué formas concretas, Excelencia, adoptaría dicha colaboración?
-En los tiempos pasados había una contradicción entre los intereses de España y de Francia en África del Norte. La profunda conmoción que está viviendo el Mogreb hace que se junten sus intereses.
No hay equívoco posible. Deseamos los unos como los otros la paz y el orden y el progreso en los países musulmanes. Esta voluntad, que, sin lugar a dudas, nos es común, proviene, en primer lugar, de la afección que tenemos para los norteafricanos, que están tan cerca de nosotros en muchos puntos. Además, es consecuencia de una preocupación legítima: preservar nuestra obra en dichos países, en que hemos puesto tanto empeño, en que hemos realizado tantos esfuerzos, en que nuestros sacrificios, nuestras realizaciones, son perceptibles por todas partes.
Nuestro deber común consiste igualmente en proteger a nuestros compatriotas, que en todo el Mogreb siguen contribuyendo al progreso. Queremos garantizar su seguridad y sus derechos. De este modo serviremos los verdaderos intereses de África del Norte.
-¿No es en el campo de la política internacional donde España y Francia deberían de ahora en adelante llegar a un estrecho entendimiento?
-Habría desde luego, que proceder a intercambios de puntos de vista en todas las cuestiones de interés común. Dos naciones de buena voluntad consiguen siempre ponerse de acuerdo. Los contactos sistemáticos entre los Gobiernos son siempre beneficiosos para los pueblos.
Tomemos el ejemplo de África del Norte, ya que estábamos hablando de ella ahora mismo. España y Francia han seguido durante mucho tiempo ahí caminos no sólo distintos, sino completamente divergentes. A menudo una de las dos naciones tuvo que enfrentarse bruscamente con las consecuencias de las decisiones unilaterales de la otra, y esto, pese a los acuerdos de mil novecientos doce y la Convención de Burgos, firmada entre los señores Jordana y Bérard, el veinticinco de febrero de mil novecientos treinta y nueve. Podría citar, entre otros casos, la destitución del Sultán Mohamed Ben Yusef, con el provisional acceso al Sultanato y al poder religioso de Sidi Muley Ben Arafa. ¿Cuál fue el resultado de esos «actuar por su cuenta»? Desórdenes, anarquía, sangre. Muchas oportunidades desperdiciadas. Ahora bien, si en el porvenir nos entendiésemos de verdad, los resultados podrían ser felices, lo mismo para nosotros como para el Mogreb.
-Podemos esperar que caminamos hacia una verdadera Comunidad Europea. ¿Cuáles serían las relaciones de España con dicho conjunto?
-Veo dos etapas distintas, no sólo en las relaciones de las naciones europeas, sino mundiales. Una de estas etapas acaba de terminar. Hay que considerar, pues, por una parte, el pasado; por otra parte, el presente.
Antes de la última guerra mundial era la era de las rivalidades nacionales. Las divergencias de intereses supeditaban las relaciones entre los países. El ascenso de una nación determinada tenía como corolario ineludible el ocaso de otra. En los campos políticos, económicos y militares era un movimiento constante de balanza. Al poderío debía corresponder la debilidad. A la grandeza, la servidumbre. Cada nación llevaba su juego en la soledad, incluso cuando concertaba alianzas, pues cada país sólo consideraba su propio interés. Y los “grandes” del mundo, cada uno para sí mismo, tenía mucho cuidado en respetar lo que ellos llamaban «el equilibrio de las fuerzas»; dicho equilibrio, dependiendo de su propia fuerza y de la inferioridad del prójimo.
La última conflagración mundial ha modificado profundamente esas nociones. Al egoísmo sagrado de las naciones ha seguido el egoísmo sagrado de los grupos de naciones. A la era de las rivalidades nacionales, la era de las rivalidades entre los grupos de naciones –entre los bloques–.
En cada uno de los bloques, que se vigilan mutuamente, si una única nación se encuentra en peligro, todas las demás lo están también. Todos los miembros del bloque tienen las mismas esperanzas, las mismas inquietudes, los mismos intereses profundos. Cada uno de ellos está igualmente interesado en que todos sus vecinos se encuentren siempre más poderosos, más fuertes.
Yo había presentido este cambio capital. De ello hablé claramente en una carta a sir Winston Churchill en octubre de mil novecientos cuarenta y cuatro. Es fácil concebir el paso necesario del nacionalismo al supranacionalismo, paso que coincide con un cambio profundo en la mentalidad y en la voluntad de los pueblos. Desde aquel momento se veía claramente que el destino del mundo dependería de la evolución de la rivalidad entre los Estados Unidos y la Unión Soviética.
-¿Cree usted que debemos quedar en la etapa de los bloques?
-Habrá tal vez una tercera etapa, la era de la concordia mundial.
-Ya que me permito invitarle a edificar castillos en el aire... ¿cree Su Excelencia que Francia y España puedan llegar a unirse en una Confederación?
-Desarrollando sistemáticamente nuestras relaciones en el campo económico, pero también cultural, pues es profundizando las relaciones humanas como las naciones progresan hacia la concordia. No petrificarse en rivalidades muertas en política exterior. Buscar lo que nos podría unir y empeñarse sinceramente en desarrollarlo. Cuanta más comprensión haya entre los pueblos español y francés, más llegarán a acercarse nuestros intereses. De la comprensión de los pueblos deriva la concordia de los Estados. Hasta ahora España tuvo que sufrir la incomprensión de gran parte del pueblo francés desde hace bastantes años. El comportamiento de los dirigentes franceses ha sido a menudo muy perjudicial para la concordia entre nuestros dos países.
Habría que volver a salir adelante sobre bases nuevas.
-¿La democracia liberal no es la llave política del mundo de mañana? ¿No pertenecen los dictadores, pese a ciertas apariencias, a una concepción política pasada?
-Con el nombre de «dictaduras», de «régimen de fuerza», ¡se pueden concebir tantas nociones diversas!
Dicho esto, todo lo que se crea debe morir. En los hombres, en la Naturaleza... y en la política.
Lo que usted llama democracia es, si no me equivoco, el sistema liberal basado en el juego de los Parlamentos y de los partidos.
-Sí.
-Pues bien, este sistema político ha dado ya todo que podía de sí. Y, en verdad, este sistema ha acumulado numerosos fracasos cuando se trató por los Gobiernos liberales de resolver los problemas nacionales esenciales. Ante los problemas fundamentales, la unión, la unidad de la nación, son indispensables. Y, sin duda alguna, la multiplicidad de los partidos llega a fomentar los desacuerdos nacionales en todas las grandes cuestiones.
No, la democracia no tiene nada que ver con el régimen de las asambleas parlamentarias y la multiplicidad de los partidos políticos rivales. La democracia consiste en averiguar cuál es la voluntad del pueblo y en servir dicha voluntad.
Pero, objetará usted, puesto que la base de la democracia consiste en el gobierno del pueblo por sí mismo, ¿y si el pueblo eligiese el régimen de los partidos? En verdad que dentro de cada nación incumbe al pueblo elegir su régimen político e incluso su destino. ¡Que se haga la voluntad popular, pero cada uno en su casa!
Hay, sin embargo, una diferencia entre los regímenes. En los regímenes liberales, el interés de los parlamentarios y de los partidos supera al interés público, mientras en los regímenes auténticamente nacionales es el interés público el que predomina.
-¿Se considera usted, Excelencia, como un dictador?
-Para todos los españoles y para mí mismo, calificarme de dictador es una puerilidad. Mis prerrogativas, mis atribuciones propias, son mucho menos importantes que las conferidas por la Constitución de los Estados Unidos a su Presidente.
Considero que el Régimen actual del Estado español es el más adecuado para la defensa del pueblo. La voz popular se deja oír a través de los organismos vivos de la nación: la familia, los municipios, los Sindicatos. Cada elemento útil del país tiene de este modo su intervención en las cuestiones que le conciernen. Por el contrario, en el régimen parlamentario es a menudo la dictadura de la incompetencia.
Todas las decisiones de importancia nacional tienen su origen no en lo alto de la pirámide, sino en su base. Son la consecuencia de los trabajos realizados en las provincias de la nación por los organismos calificados. Cada uno de dichos organismos no deja de estudiar los problemas y de seguir el curso de los acontecimientos que le conciernen. Gracias a estos estudios prepara soluciones, preparación constante, ya que todos los países están en una perpetua evolución.
Ahí colaboran todos los cuerpos constituidos de la nación –Sindicatos, municipalidades, corporaciones universitarias, etcétera–.
Que se trate de reformas judiciales, de problemas de comunicaciones o de inmigración, de modificaciones del Código Civil, todos los problemas se discuten de escalón en escalón por los representantes del pueblo, y de las soluciones así propuestas, de escalón en escalón, no hay más que darles forma cuando llegan ante el Gobierno. Este traza las conclusiones, que se presentarán a los procuradores de las Cortes, donde el pueblo está representado por los delegados de sus distintas corporaciones. El pueblo, de este modo, discute y decide en todas las cosas. La característica del Régimen no es, pues, la omnipotencia del jefe, es la omnipotencia del pueblo, es la democracia.
-Usted afirma que todas las decisiones fundamentales tienen su principio en la base de la pirámide. Sin embargo, tomando un ejemplo, no es el pueblo el que tomó la iniciativa de definir al Estado español como una Monarquía, no es él tampoco el que hizo, en mil novecientos cuarenta y siete, la Ley de Sucesión al Trono de España.
-Ocurre, por cierto, que el Jefe del Estado toma iniciativas de importancia nacional. Pero incluso en estos casos es finalmente el pueblo el que juzga su destino. Usted menciona la definición de España como Reino y la Ley de Sucesión al Trono. Pues bien, ¿qué pasó en verdad en dicha circunstancia? Propuse a las Cortes un proyecto de Ley Fundamental. Las Cortes aprobaron este proyecto. Pero esta votación aprobatoria no me pareció suficiente, pues se trataba de una cuestión esencial para el porvenir de España. Pedí que se consultara al país por medio de un referéndum. Y la nación se pronunció libremente sobre la Ley de Sucesión. Cada vez que hay que formular una elección fundamental, el pueblo es el que se pronuncia por el referéndum. De este modo, el Gobierno resulta como la emanación absoluta de la voluntad nacional.
-Ha afirmado que los hombres políticos anteriores a la victoria nacionalista no le parecían dignos de estima. ¿Habla usted únicamente de los demócratas? Le pregunto esto porque yo soy un demócrata.
-Yo también... No, no hablo sólo de los demócratas. Hablo también de los colectivistas, de los «autoritarios». Todos se prestaban a una farsa. Hacían frases. Dejaban que todas las cosas siguiesen la corriente como buenamente podían. Tenían un pesimismo innato de hombres vencidos. No podían ofrecer al país más que ideas sombrías, veleidades. Estaban dirigidos por los acontecimientos. Desde luego, no, no podían ofrecerme el menor ejemplo.
Las malas instituciones perjudican a los hombres. Vea la experiencia española de la República: desprovista de autoridad y debilitada por los separatismos, se consideraba a sí misma como un régimen liberal, lo que no le impidió gobernar durante cinco años de su existencia con una severa censura de prensa ni suspender la mayor parte del tiempo las garantías constitucionales.
-¿Los veteranos de los ejércitos «republicanos» y los responsables políticos de la España «republicana» tienen ahora los mismos derechos que los nacionalistas?
-Exactamente los mismos. Personalmente, odié siempre la guerra civil. El país entero la ha soportado con odio. No hay nada más terrible en el mundo. Somos ahora un pueblo unido. Hay una sola España. ¡Ninguna discriminación! La victoria ha sido la victoria de todos y la victoria para todos, incluso para los vencidos –me atrevería incluso a decir «sobre todo para los vencidos»–, pues hemos tenido que consentir esfuerzos especiales para darles nuevamente un sitio normal en la nación.
Últimamente aún, un general del Ejército «rojo», el general Rojo, ha regresado a España. Hubiese podido hacerlo mucho antes. Lo hemos dejado completamente en paz: nadie le pide nada. ¡La guerra civil ha terminado! Hay muchos antiguos «republicanos» que ocupan importantes cargos en nuestro país –altos funcionarios, diplomáticos-. Algunos han formado parte del Gobierno. Otros forman parte de él en la actualidad.
-¿Durante la guerra civil tenía usted sentimiento de estima para los soldados «republicanos»?
-Nos parecía terrible la necesidad de luchar entre españoles. Siempre he estimado a todos los militares profesionales y los soldados que luchan.
-¿Después de la victoria nacionalista la represión no fue demasiado sangrienta?
-Desde luego, ha habido condenas y ejecuciones después de la guerra de Liberación. Desde luego, debió de haber algunos actos exagerados... Pero los errores fueron escasos. Y se puede afirmar que después de la victoria de mil novecientos treinta y nueve, sólo los delitos de Derecho Común se castigaron.
Comparemos, por ejemplo, nuestra depuración de entonces con la depuración de mil novecientos cuarenta y cuatro. Su represión ha sido mucho más sangrienta, mucho más violenta que la nuestra. Las cifras de las ejecuciones y de las condenas a penas de cárcel lo demuestran, contrariamente a lo que ocurrió en su país. Nadie ha sido condenado en España «por crímenes políticos». Nadie se ha visto perseguido por causa de sus ideas. Sólo tuvieron que rendir cuenta de sus actos los que habían cometido abusos –saqueos, robos, asesinatos–      y los que personalmente habían tenido la responsabilidad de la muerte de inocentes. Hemos tenido que dar ejemplo. El país lo exigía. Pero dichos ejemplos se determinaron con justicia. Personalmente, ¡cuántas veces he conmutado penas, pese a las protestas de algunos exaltados! Se examinaba cuidadosamente cada caso. Basta examinar los expedientes de los juicios de la época para darse cuenta de ello. Últimamente, un grupo de personalidades norteamericanas quiso compulsar nuestros archivos de criminales de guerra. Se interesaban particularmente para la instrucción de los asuntos hecha por las jurisdicciones especiales militares. Estudiaron numerosos expedientes de condenados a muerte. Les pregunté su opinión:
“Pero –me dijeron- estos hombres hubiesen sido fusilados igualmente y sin excepción por los jueces de los Estados Unidos”.
“Contesté: Pues bien, he absuelto a tal y cual de estos culpables”.
Pidieron más expedientes.
“Estos –dijeron– hubiesen sido fusilados también por nosotros”.
“Se trata, sin embargo, de gente que ha sido por fin puesta en libertad”, contesté.
-Sin embargo, hay todavía muchos refugiados políticos.
-Muchos de ellos quieren seguir en posesión de un estatuto de refugiado político porque en el país donde se asilan dicho estatuto les proporciona ventajas. Muchos, al pasar los años, han enraizado en su tierra de exilio y no se les puede pedir que abandonen situaciones, a veces muy interesantes, para regresar a España, donde tendrían que volver a empezar de nuevo. Un pequeño número de ellos, por otra parte, ha cometido durante la guerra civil delitos de Derecho Común. Por fin, numerosos son los que se dirigen a nuestros Consulados para reclamar la autorización de volver a la Patria, temporalmente o de un modo definitivo. En un noventa y nueve coma nueve por ciento de los casos dicha autorización se concede. España está abierta para todos sus súbditos, sin distinción alguna, salvo para los criminales.
-Supongamos que pronto la América Latina, por una parte; Europa, por otra, lleguen a unirse en dos Confederaciones auténticas. ¿Hacia cuál de estas Confederaciones se sentiría España más atraída por el corazón, por su interés?
-No veo ninguna incompatibilidad entre el acercamiento de mi país con las naciones hermanas de la América Ibérica, ni su acercamiento con el Consejo de Europa. Daremos nuestra conformidad completa a todo cuanto pueda acercar a los pueblos, teniendo en cuenta las características singulares de cada uno de ellos.
-¿Considera usted Ceuta y Melilla, así como el territorio de Ifni, como definitivamente españoles?
-Definitivamente. En el caso de nuestras plazas de soberanía de África del Norte no ha habido nunca la menor duda, no habrá nunca la menor duda: una presencia española secular e ininterrumpida hace nuestro derecho incuestionable.
Pero Ifni es igualmente, con toda evidencia, tierra española. Desde la ocupación por los españoles, en el siglo quince, de las islas Canarias, la costa occidental africana, de cabo Guir a cabo Bojador, zona casi desértica, ha sido considerada como zona natural de seguridad. Allí se establecieron numerosas fortalezas y fortificaciones, entre ellas la célebre Santa Cruz de Mar Pequeña, erigida probablemente en el territorio de Ifni.
En mil ochocientos sesenta, durante la negociación de un tratado de paz entre España y Marruecos, se incluyó un artículo, el octavo, en virtud del cual el Sultán de Marruecos se comprometía a conceder a perpetuidad a España un territorio suficiente para permitir la instalación de una factoría pesquera, como la que España había tenido ahí en otros tiempos. Se trataba en realidad de una cesión auténtica de territorio en una región donde España había ejercido históricamente su autoridad, puesto que el texto del artículo evocaba concretamente la antigua Santa Cruz de Mar Pequeña.
El emplazamiento de esta fortaleza española se ha considerado durante mucho tiempo dudosa –y ésta era, sin duda, la idea de los negociadores marroquíes del tratado– identificando a Santa Cruz de Mar Pequeña con Agadir, ciudad entonces de poca importancia, que se desarrolló considerablemente más tarde. Esto explica los esfuerzos marroquíes para eludir el cumplimiento de esta cláusula: se trataba de evitar que la cesión de aquel territorio pudiese perjudicar económicamente a Mogador, la ciudad preferida de los Sultanes y el principal centro comercial en aquella época de la zona.
La diplomacia marroquí, entre otras medidas de aplazamiento, propuso en varias ocasiones otros territorios para compensar el previsto por el tratado de mil ochocientos sesenta. En mil ochocientos ochenta y tres, Marruecos identificó Ifni como territorio cedido a España en virtud del tratado de mil ochocientos sesenta.
Los límites actuales del territorio de Ifni se encuentran precisados por el tratado de veintisiete de noviembre de mil novecientos doce, que creó el Protectorado de España en Marruecos. Dicho tratado, pese a lo que pueda afirmar el Gobierno de Rabat, obliga plenamente al citado Gobierno. No hay que olvidar, en efecto, que el señor Balafrej puso su firma en la convención diplomática francomarroquí de mil novecientos cincuenta y seis en nombre de Su Majestad el Rey Mohamed V, y que en ella se dice que el Gobierno acepta como valederos todos los tratados que Francia firmó en su nombre. El tratado del Protectorado español, posterior en nueve meses al que establecía el Protectorado francés en Marruecos, y negociado por Francia en nombre del Sultán, se encuentra claramente comprendido entre los instrumentos diplomáticos que Marruecos ha aceptado siempre después de su independencia.
-¿Cree usted que Gibraltar debe volver a España?
-Plenamente.
-¿Sus distracciones favoritas?
-He practicado todos los deportes en general. Consagro actualmente a la pesca y a la caza todos los días de descanso que me permiten mis actividades. Como violín de Ingres, he elegido la pintura, que me descansa y me distrae, pero sin pretensiones «artísticas».
-La prensa europea y anglosajona habla a menudo de sus preocupaciones de salud. En estos últimos días se decía que usted debía salir para Suiza, con el fin de someterse allí a una grave operación.
-¡Que sigan esos rumores! ¡Esto me trae suerte!
-Excelencia: En mil novecientos treinta y ocho, intenté alistarme en las tropas republicanas. Me lo impidió en el último instante mi edad, diecisiete años. Desde entonces, mis sentimientos no han variado. Si la Historia pudiese volver a empezar, sería aún en las filas de los republicanos españoles donde intentaría con toda mi alma luchar. Dicho esto, en el transcurso de esta entrevista, he comprendido que usted es un hombre digno de estima. Es para mí un deber decírselo, en un sentimiento de honor.
-Me gusta su sinceridad. He tenido un placer extremo al encontrarle.