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Diario YA


 

estaurofobia, o aversión a las cruces y crucifijos, la eclesiofobia (odio a las iglesias), la hagiofobia (a los santos y a las cosas sagradas)

La irrupción de las FOBIAS

Manuel Parra Celaya Antes, cuando aún no nos habían deconstruido el lenguaje y el pensamiento, teníamos más claras las ideas y asignábamos cada término a su respectivo ámbito y contexto. Así, sabíamos que una fobia era un trastorno de salud emocional o psicológico, y quien lo padecía debía ser objeto del buen quehacer profesional de un psiquiatra; su ámbito estaba circunscrito a la patología médica, aunque podía utilizarse la palabreja en un sentido más personal e íntimo para indicar una manía sin importancia que aquejaba a la persona.

Ahora no. Fobia ha traspasado su perímetro y se ha incrustado de hoz y de coz en el lenguaje político y, ay, en el jurídico y penal. Mucho ojo, en consecuencia, con las miradas de soslayo o un inevitable rictus facial cuando, a nuestro lado en el metro, dos apuestos mozalbetes se besan apasionadamente o hacen manitas, pues podemos ser, no solo tildados, sino acusados de homófobos; de hecho, todos los que somos heterosexuales estamos inmersos en la sospecha. Mucho ojo también con nuestros comentarios en voz alta acerca del último atentado terrorista de Londres, pues podemos entrar -incluso judicialmente- en la categoría de los islamófobos.

Si, además, nuestras miradas y gestos involuntarios o nuestras opiniones ante la tele del bar delante de una cerveza son considerados extremosos para un oyente suspicaz, podemos tener, encima, el agravante del delito del odio. Con permiso de los juristas, me permito manifestar mi perplejidad al respecto: cómo es posible que una emoción o un sentimiento, aunque sea tan abominable como el odio, pueda ser calificada y cuantificada ante un tribunal; ni la envidia ni la lubricidad ni la soberbia -siempre que no impelen a prácticas punibles según el Código Penal- pueden caer en el ámbito de otros tribunales distintos al confesionario, en caso de ser creyente quien los consienta.

Para ilustrarme sobre esto de las fobias y procurar no caer en este nefando delito, me he asomado a Wikipedia -cosa que no suelo hacer- y he repasado con sorpresa la larga lista de conductas y actitudes fóbicas que el ser humano es capaz de desarrollar; me ha venido bien, pues he refrescado mis conocimientos del griego clásico. Me ha tranquilizado entender que, de momento, muchas de ellas quedan en el ámbito de lo patológico y no traspasan esa débil línea que hoy en día existe con respecto a la legislación; así, con permiso de los animalistas, no creo que la aracnofobia pueda ser objeto de denuncia y sanción. Como tampoco da la impresión de que lo sean la estaurofobia, o aversión a las cruces y crucifijos, la eclesiofobia (odio a las iglesias), la hagiofobia (a los santos y a las cosas sagradas), la hierofobia ( a los sacerdotes) o la teofobia ( a Dios y a la religión); deduzco la inocencia de estas fobias a raíz de recientes sentencias acerca de las irrupciones, a pechos descubiertos, en los lugares de culto, y a los eslóganes anticristianos de las feministas radicales o al escarnio de la religión católica en los carnavales de anteayer, por ejemplo.

Tampoco, al parecer, existe en estos casos el delito de odio, que es sustituido por la inocente fórmula del animus iocandi, de aplicación en todos estos casos, pero no en los expresados en el segundo párrafo de este artículo. Puestos a descubrir mis intimidades, no tengo inconveniente en declarar alguna de mis fobias particulares; confieso que empiezo a sentir cierta ciclofobia, o manía obsesiva a las bicicletas, especialmente con la proliferación de carriles-bici por doquier, para los que no suelen existir los semáforos de peatones…; en punto al cine, ya es crónica en mí una tarantinofobia, por una anterior aversión al gore. Y de otras fobias de las que carezco en absoluto, destaco el trastorno conocido como alodoxafobia, que es la aversión a dar opiniones, pues cada día me vuelvo más descarado y ausente de remilgos políticamente correctos, y de la escriptofobia, o manía que impide escribir en público, esto último para solaz o castigo -según los casos- de mis lectores.

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