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Diario YA


 

La leyenda dorada de España (1): las glorias de nuestra Patria desde Atapuerca hasta la Transición

Laureano Benítez Grande-Caballero

Y entonces va Richard Gere y dice, después de casarse con la española Alejandra: «Es bella, sensible y comprometida… ¡y española! Insuperable».
¡Y española!, exclama el actor, entre admiraciones, como dando a entender que ésa es la máxima cualidad de su esposa, su españolía, el valor que más admira en ella, el cénit de la personalidad cautivadora de Alejandra.
Aunque esta noticia pertenezca a la «crónica rosa», la traigo a colación porque el elogio de la hispanidad que supone encaja a la perfección con una serie de artículos que tenía en mente escribir desde hace bastante tiempo, con el fin de sacar a la luz lo que podría llamarse «leyenda dorada» de España… Así que podemos decir que, de la mano de Gere, vamos «del rosa al amarillo».
Ante la avalancha de fuerzas oscuras que han caído sobre nuestra Patria, con sus legiones de demonios exterminadores comandadas por el NOM del Averno; ante tanta traición, tanta demagogia, tanta cobardía, tanto aborregamiento de las masas, tanta corrupción, tanto entreguismo al mundialismo luciferino, tanto antisistema y tanto separata, tanto golpe de Estado sociata, es fácil e inevitable que los patriotas hayamos caído en el derrotismo, en actitudes depresivas, en un negro pesimismo que nos hace creer que no hay futuro luminoso para España. Aunque algunos enarbolen el estandarte de la raza, de la esperanza, de nuestra gloriosa historia, el sentir general es el de la desmoralización.
Al igual que sucede con las revoluciones, también hay leyendas de colores, entre las cuales las más paradigmáticas son la leyenda negra y la leyenda dorada, totalmente contrapuestas, porque todo lo que tiene una de siniestra y sombría, lo tiene la otra de luminosa y gloriosa.
Cuando se repartieron los colores, a España le tocó la de color azabache, hasta el punto de que, cuando se habla de leyenda negra refiriéndola a un país, es España a quien se le adjudica, quien tiene el copyright, el ejemplo más colosal. Y con una característica realmente asombrosa: son los mismos españoles quienes más la aceptan, quienes más creen en ella, incluso somos quienes la han inventado ―con el ínclito y falsario fray Bartolomé de las Casas al frente―.
Sin embargo, también tenemos una leyenda áurea, construida por una historia gloriosa, por un destino sin igual, por una pasmosa suma de conquistas y logros asombro del mundo, hasta el punto de que la leyenda negra que se nos ha atribuido surgió con la manifiesta intención de opacar nuestras glorias patrias, objetivo que expresaba la envidia y el miedo a nuestras hazañas, el deseo de ganar con la retórica y la propaganda lo que no podían ganar en los campos de batalla ni en las conquistas del espíritu.
Es cierto que ha existido y existe una España negra, que hemos cargado como una joroba, como un maligno karma, como una sombra pegajosa que se nos ha adherido a la manera de un parásito en un malévolo «poltergeist», como un súcubo inmundo en una noche de Walpurgis: ahí tenemos la vergonzosa lacra de la invasión de la morisma, sin resistencia; el hundimiento en la miseria después del formidable imperio con el que dominamos el mundo; las innumerables felonías de unos políticos ineptos y corruptos a la vez; la casta afrancesada y masonizada que nos arrojó por los despeñaderos de asonadas sin fin, de pavorosas desamortizaciones, de piromanías anticatólicas, cuya sucesora fue la funesta tribu de los milicianos ebrios de sangre católica, matarifes en chekas y sacas, golpistas travestidos de demócratas; camaradas de hoz, martillo y cuchillo que querían entregar la Patria al zar de los «gulags»… camaradas que hoy, disfrazados de demócrata, han vuelto a resucitar lo más negro de nuestra historia, sepultando nuestra amada Patria bajo un Himalaya de detritus, llevándonos a las  cloacas inmundas donde tienen sus madrigueras infectas las cuadrillas mafiosas de los políticos de nuestra democracia, y las bandas de golpistas que buscan destruir la integridad de nuestra Patria con la connivencia de todos los gobiernos.
Pero no somos en esto ninguna excepción, ya que todos los países han tenido su cara oculta, su lado oscuro, su reverso negro. Y lo más curioso e impresionante de los hechos gloriosos de nuestra Patria es que, a la vez que proyectan una luz majestuosa sobre España, una aureola dorada, arrojan al mismo tiempo sobre Europa unas pútridas sombras, una negritud sideral que hace que muchos países del continente que pretenden ―aun en la actualidad― mirarnos por encima del hombro, tengan leyendas de una oscuridad que sobrepasa con mucho a la sarta de mentiras y manipulaciones con las que han querido denigrar a España.
En estos tiempos en los que muchos países de Europa presuntamente «amigos» han vuelto a desempolvar la leyenda negra española ―en la que han incluido el franquismo―, ha llegado el momento de exponer en todo su esplendor esta leyenda dorada, de mostrar el cofre de nuestras joyas, de lucir nuestras medallas, para que el oro que hemos acuñado durante tantos siglos refulja con toda su majestuosidad, para que el pesimismo y la depresión que invade a los patriotas en estos tiempos sombríos que atraviesa España se diluya y desvanezca recordando nuestras apoteosis pasadas y presentes.
Y obsérvese que, como ya apuntábamos, la exposición de nuestra leyenda dorada tiene como efecto secundario sacar a la luz las vergüenzas negras de los países europeos de nuestro entorno. Ahí vamos.
Al principio fue Atapuerca, valle burgalés donde apareció el primer homínido europeo, el «Homo antecessor», hace 800.000 años. Neanderthal y Heidelberg no eran entonces sino una ciénaga infecta, una nada brumosa y fría. De este «homo» surgiría el «sapiens» que protagonizó la maravilla de la cueva de Altamira, «Capilla Sixtina» del arte prehistórico que se adelantó milenios a Miguel Ángel.
Después tuvimos a Tartessos, emporio de riqueza y oro, cuyas naves legendarias surcaban los mares, tierra boyante que aparece citada en la Biblia, cuando Europa no era sino un conjunto  de tribus trogloditas en oscuros paisajes sobrevolados por cuervos y neviscas.
Luego tuvo que venir en persona el mismo Octavio Augusto a someter a los pueblos norteños, porque ya entonces dábamos claras muestras de nuestro espíritu irreductible, de nuestra heroica gallardía, de nuestro feroz espíritu de libertad. Y los galos presumiendo de su Vercingétorix…
Fuimos el territorio más intensamente romanizado, cuna de varios emperadores, la joya de la corona de Roma. Mientras, en Britannia los druidas danzaban alrededor  de sus mandrágoras, y en los bosques europeos pululaban los bárbaros, ululantes en sus rapiñas, de ínfimo bagaje cultural.
En ese tiempo, la misma Virgen María se apareció junto al río Ebro, en lo que fue su primera aparición en la historia, con el importantísimo añadido de que fue en carne mortal. Ahí dejó su pilar, columna inamovible donde se asentaría más tarde el mayor imperio que vieron los siglos.
A esa aparición asistió el apóstol Santiago, nuestro evangelizador, a cuya tumba peregrinaría toda Europa, a través de un camino que fue la mayor ruta cultural, espiritual y artística del continente, el primer turismo masivo de la historia de la humanidad, que se ha mantenido incólume a lo largo de los siglos.
En el ínterin tuvo lugar la mayor mancha negra de nuestra gloriosa historia: la traición que ocasionó una sorprendente y rapidísima conquista de nuestro solar por los muslimes, la cual hipotecó las energías hispanas durante ocho interminables siglos, energías que los europeos pudieron dedicar a sus «Hansas», sus catedrales y sus cortes de amor.
Pero esa hecatombe sirvió para que aconteciese la gesta de Covadonga, y para que se irguieran las poderosas figuras de una pléyade de héroes que, inaugurada con don Pelayo, protagonizaría epopeyas portentosas, hazañas sin parangón en el devenir de la humanidad, paladines de la Patria que tomaron castillos inexpugnables, cruzaron ríos interminables, dominaron selvas infestadas de alimañas, dominaron imperios inmensos; que  primero reconquistaron España, para luego lanzarse a la más alta ocasión que vieron los siglos: la conquista y colonización de un nuevo continente, ejecutando empresas heroicas como nunca conoció y como nunca conocerá la humanidad.
Porque, lejos de agotarse y de arruinarse en la aventura reconquistadora, España, desde fines del siglo XV hasta la independencia de Hispanoamérica, construyó el mayor imperio que vieron los siglos, llevando la fe y la civilización europea a remotos pueblos y lejanas culturas.
Como brazo armado del catolicismo y de la civilización occidental, España venció al turco en la gloriosa batalla de Lepanto, que salvó a Europa de la islamización, contando solamente con ayuda del Papa y los venecianos, mientras otros países católicos europeos miraban hacia otro lado, si es que no apoyaban manifiestamente a los infieles.
También derrotamos a porfía a los luteranos, y eso a pesar de que potencias católicas enemigas nuestras se aliaron con ellos. Se ha destacado hasta la saciedad la negritud hispana de la Inquisición Católica ―los investigadores que han accedido a las actas inquisitoriales concuerdan a la hora de afirmar que el número total de víctimas no excedió de los 3000 en sus 400 años de historia―, pero el verdadero motivo de esta corriente anatematizadora es que con este tópico manido el protestantismo pretende ocultar  el horror de sus pogroms anticatólicos. La eliminación completa de la Iglesia Católica y de todo lo que se les oponía en su camino fue considerado por los reformadores como algo perfectamente natural.
Aparte de las horrendas matanzas de católicos de Lutero y compañía, la represión religiosa contra cristianos provocó en Inglaterra más muertos que en España, donde murieron acusados de herejía menos personas que en cualquier país de Europa.
Por poner un ejemplo, solo cuatro monjes dominicos de Irlanda sobrevivieron de los cerca de mil que había antes de que comenzaran las persecuciones de Enrique VIII e Isabel. El Parlamento autorizó que los sacerdotes «romanos» fueran colgados, decapitados, descuartizados, que se les sacasen las entrañas y se quemaran, así como que se colocase su cabeza sobre un poste en un lugar público. Al final, fueron escasísimos los sacerdotes que quedaron en toda la isla. Y éstos son los que hablan de la leyenda negra de la Inquisición.
Otra mancha negra fue la decadencia de nuestro imperio, que  se produjo fundamentalmente por una cuestión demográfica, ya que un país poco poblado como el nuestro no podía hacer frente simultáneamente a la colonización de América, el progreso de la patria, y la defensa de la fe contra todos sus enemigos. Sin embargo, eso no fue óbice para que disfrutáramos del Siglo de Oro, la mayor concentración de talento artístico de la historia, junto con la Grecia clásica y la Italia renacentista.
A Hipólito Taine le debemos probablemente el mayor piropo que se ha echado nunca la Hispanidad, cuando dijo que «Hay un momento superior en la especie humana: la España desde 1500 a 1700».
Luego llegó Napoleón y la invasión de la chusma masónico-gabacha, ejército invencible hasta entonces, que encontró  su Némesis en la gloriosa batalla de Bailén, su primera derrota en campo abierto. Bonaparte nos despreciaba en un comienzo, llegando a decir peyorativamente que España era «una chusma de aldeanos guiada por una chusma de curas»,  pero ya su hermano José  le dijo proféticamente  que «Vuestra gloria se hundirá en España». Y eso fue lo que sucedió, mientras que en Europa solamente el general invierno detuvo a Napoleón en Rusia.
Otra gloria que se hundió en España fue la del imperio soviético: al igual que sucedió con la masónica Revolución Francesa, otra revolución que derrotamos en nuestros pagos fue la bolchevique, hasta el punto de que somos el único país que logró derrotar a las mesnadas estalinistas.
Mantuvimos la neutralidad  en la Segunda Guerra Mundial, pero eso no fue óbice para que los españoles protagonizáramos impresionantes hazañas en la contienda, a cargo de la «División Azul». Por ejemplo, un general de la Wehrmacht llamado Jürgens,  explicaba así el heroísmo de los divisionarios: «Si en el frente os encontráis a un soldado mal afeitado, sucio, con las botas rotas y el uniforme desabrochado, cuadraos ante él: es un héroe, es un español».
Después, sin ningún «Plan Marshall», España protagonizó un progreso económico sin precedentes, a pesar de que el régimen franquista fue aislado, anatematizado, bloqueado, puesto en cuarentena en las cancillerías de medio mundo, para las que éramos un país apestado. Europa no consiguió un progreso semejante, y eso a pesar de la formidable inyección económica useña.
Después de Franco, vino la Transición, que supuso nuestra incorporación a las democracias occidentales, pero con la salvedad de que ésta se hizo «de la ley a la ley», constituyendo el único caso en la  historia en que un país evolucionó de una dictadura a la democracia sin violencia, mientras que en Europa la democracia sólo fue posible merced a la intervención americana.
Sin embargo, a pesar de nuestra gloriosa historia, la leyenda negra forjada por el luteranismo  en tiempos de la conquista de América, ampliada por los masones afrancesados, intensificada por el hispanófobo regeneracionismo del 98, y llevada al paroxismo por el bolchevismo, el marxismo cultural y los secesionismos vasco y catalán sigue activa, sigue en boga, tergiversando nuestra historia y construyendo Himalayas de mentiras.
Jesús Laínz ―uno de los autores que más ha desenmascarado la falsía de la leyenda negra― cita el caso del eminente historiador británico Henry Kamen, que se lamentó ante sus estudiantes en un curso en El Escorial: «Los únicos en todo el mundo que se creen ya la Leyenda Negra a pies juntillas son ustedes, los universitarios españoles. Me abochorna».
«Pero el problema no es sólo de los universitarios. El 1 de julio de 1998 se celebró en Londres, presidido por el vicepresidente de la Cámara de los Lores y varios ministros, un solemne acto en memoria de Felipe II, rey consorte de Inglaterra entre 1554 y 1558 por su matrimonio con María Tudor. Así relató el episodio el gran historiador francés Joseph Pérez: “En aquella ocasión, uno de los participantes presentó a Felipe II como uno de los personajes más europeos de la Historia. En aquel mismo momento en España hombres de izquierda se negaban a leer el libro de Geoffrey Parker sobre Felipe II, que, según se les decía, acababa con muchos prejuicios. ¡Preferían su Felipe II, el monstruo de la Leyenda Negra, fanático, tiránico, cruel!”.
El también británico Robert Goodwin acaba de publicar un libro, titulado «Spain: The Centre of the World, 1519-1682», en el que intenta explicar a unos compatriotas suyos acostumbrados a acariciarse con la idea de una luminosa Inglaterra isabelina enfrentada a la despótica España de Felipe II que en aquel siglo XVI fue precisamente España lo más parecido a un Estado de Derecho que fue posible encontrar en suelo europeo, y la única potencia imperial capaz de autolimitar sus conquistas por motivos morales y de, en consecuencia, inventar eso que hoy llamamos «derechos humanos».
Pero nuestras glorias no pertenecen solamente al pasado, ya que España en la actualidad, por muchas crisis y dificultades que soporte en la hora presente, es un país colmado de hechos destacables, que nos convierten en una verdadera potencia mundial en muchos campos de la actividad humana.
Enumerar los más importantes de estos hechos será el objeto del siguiente artículo.

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