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Diario YA


 

Camino de Zinderneuf

La mirada del marino polaco

Juan Carlos Blanco. Sostenía una taza de café humeante entre los dedos anquilosados, el crepitar de la lumbre lo alcanzaba todo, con su chisporroteo discontinuo que conformaba una atmósfera apropiada para la evocación pausada, como si todo lo que en realidad hubiera formado parte de su existencia pasada pudiera encontrarlo de pronto entre las cuatro paredes de la abigarrada estancia, con solo estirar los brazos. Continuaba lloviendo en el exterior tan denso, el golpeteo mecánico y apaciguador de las gotas de lluvia muy frías que insistían en precipitarse contra el cristal mojado. El aroma del café reciente y de los troncos quemados, la quietud instalada sobre cada uno de los objetos con una intención vagamente premeditada. Y deslizó los dedos de la mano diestra por su barba entrecana, aquel rostro pétreo que con frecuencia obligaba a los demás a desviar la mirada, sus ojos conminativos que parecían anclados en los tiempos pasados en que el azul del océano se entreveraba de blanco y de gris y de ocre y que apuntaba pinceladas del color de las esmeraldas, en función de las circunstancias. La correspondencia entreabierta que mantenía con Henry James descansando en el extremo opuesto de la mesita baja, junto al montón de papeles garrapateados que comenzaban a amarillear y que no hacían sino incidir en su creciente nostalgia. Y creyó durante unas breves milésimas que el fragor de aquella tempestad antigua que a punto había estado de echarlo por la borda antes de cumplir los treinta, lograba adentrarse repentinamente en su propiedad apartada de la exuberante campiña inglesa con una facilidad incontestable y en realidad desnortada, y que volvía a empujarlo hasta situarlo de nuevo contra las cuerdas y que la brusquedadde las espumantes olas barrían como en aquella ocasión la cubierta, rememorando la escenografía pretérita con minuciosidad malsana. Y recordó sus propias palabras que parecían disfrutar de pronto de una extraña vigencia, apuntaladas en algún rincón de su atribulada memoria como provisión futura: “De entre nosotros era el único que aún seguía el mar. Lo peor que de él podía decirse era que no representaba a su clase. Era un marino, pero también un vagabundo, mientras que la mayoría de los marinos llevan, por así decirlo, una vida sedentaria”. Se incorporó con esfuerzo y recorrió lentamente la estancia, situándose al fin frente al cristal empapado de agua. La bruma parecía envolverlo todo con pugnaz insistencia, recortando la claridad y acelerando la llegada de las primeras sombras. La noche anterior habían disfrutado de una de aquellas visitas tan esporádicas que lo sumían durante las siguientes jornadas en un silencio de textura evocadora e íntima, de carácter eminentemente privado. Jessie había dispuesto la mesa con el habitual empeño y con la eficiencia de que solía hacer gala, ocupándose de que todo se encontrara en el lugar adecuado en el instante justo en que sonara por vez primera la campana de la puerta desvencijada. Y en realidad la velada había discurrido con la habitual diligencia, la animada charla junto a la lumbre y los licores tan generosos que se pasaban de unas manos a otras con una condescendencia previamente pactada, colmando repetidamente las copas aun antes de verse siquiera mediadas. Su voz engolada y enérgica resonando en aquel ambiente de sincero respeto en que los demás asentían al escuchar de sus labios las sentenciosas frases envueltas en su teatralidad celebrada, los cigarrillos apagándose repetidamente en la jarra de agua situada sobre la mesa y que terminaba por rebasarse siempre: “Cosa de un mes después, cuando, al contestar Jim a ciertas capciosas preguntas, trató de revelar honradamente toda la verdad de lo ocurrido en aquel caso dijo, hablando del barco: Pasó por ello, fuera lo que fuese, con la misma facilidad con que una culebra se arrastra por un bastón”. Todo forma parte indisoluble de mi memoria, gruñó Joseph Conrad, sin que pueda de ninguna manera aliviarlo, el peso excesivo de mis recuerdos y de los muchos sucesos que contemplé con mis propios ojos, sin que mediaran versiones terceras que embadurnaran el contenido exacto de lo acontecido y de lo presenciado durante tantos años, la espuma hirviente del océano y el bramido impetuoso del viento al arrojarse inclemente contra la arboladura de la embarcación vacilante, los puertos tan transitados y apretados de marinería y de gentes curiosas y deseosas de dar rienda suelta a sus inquietudes solaces, el vocerío confuso que se entremezcla y que termina por convertirse en un estruendo único y dotado de vida propia. Y es en realidad el lugar al que pertenezco, rezongó ladeando el rostro, un lejano fulgor en su mirada contrita. El lugar indeterminado al que en realidad pertenezco y del que formo parte, como hombre errante y confuso que pierde su identidad y que se ve condenado a vagar sin un rumbo fijo, obligado a respetar en cada ocasión la derrota que la embarcación estime según sus designios privados.

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