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Diario YA


 

Les dan la miel de la ilusión y, la mayoría, recibe el acíbar de la decepción

Los niños, los concursos y sus efectos perniciosos

Miguel Massanet Bosch. Es evidente que la lucha entre las distintas cadenas de televisión para captar la audiencia, se ha convertido en una batalla a cara de perro en la que, las distintas productoras, se parten el pecho para convencer a las diversas cadenas de que, sus programas, son los que mejor ranking de audiencia van a obtener. Por ello, no dudan en copiarse, los unos a los otros, cuando algún programa de los que se emiten consigue audiencias superiores a las del resto de sus competidoras. Es la eterna disputa por conseguir situarse el primero, la eterna competición por ser quien consigue dejar atrás a sus competidores, en esta lucha sin cuartel que, hoy en día, se ha convertido en algo habitual en cualesquiera de los campos en los que nos desenvolvemos, donde quien quiera sobresalir, obtener un objetivo importante o darse a conocer por destacar en algún aspecto de la vida, se ve obligado a luchar a brazo partido contra sus competidores porque, señores, sólo unos pocos son los que, al final de esta lucha por vencer, consigue situarse en la meta del triunfo, por delante del resto.

Estamos acostumbrados a que los adultos, los que hemos superado las primeras etapas de la vida, los que ya estamos formados, no sólo en los aspectos educativos y profesionales, sino también, en lo que respeta a la formación intelectual, la madurez física y emocional; seamos los que estemos en condiciones ( unos más y otros menos, como es natural) de poder soportar con cierta objetividad, resignación y serenidad, los golpes que, constantemente, estamos recibiendo en nuestro ego; debido a que nos ha tocado vivir en un tiempo en el que, quien no es capaz de sostener una carrera de larga duración, de irse reciclando continuamente o de tener una resistencia emocional a prueba de desengaños; tiene todas las posibilidades de quedarse rezagado, condenado a seguir en el pelotón de los mediocres en el que, salvo raras excepciones, va a seguir hasta el fin de su vida. Es así y contra esta ley de Murphy (si no lo es, merecería serlo) es posible que no existan muchos paliativos.

Pero, de lo que vamos a tratar no es de los adultos, sino de los menores, especialmente de los menores de 14 años, un conjunto de personas a las que las estamos presionando continuamente aunque, en ocasiones, pensemos o llegamos a convencernos de que, lo estamos haciendo “por su propio bien”, y no nos damos cuenta de que, en realidad, queremos trasladarles a ellos la obligación de que sean más de lo que nosotros hemos llegado a ser, algo que, en la mayoría de ocasiones, nada tiene que ver con lo que hubiéramos querido llegar a ser y, lo que todavía es peor, muy probablemente tampoco coincide con los deseos del niño sobre el que, se quiere actuar.

Y esta circunstancia que se da en todos los aspectos de la primera etapa de la vida de los menores, tanto en casa con respecto a sus hermanos, en la escuela respecto a sus compañeros de estudios y en el deporte, donde se pretende que los hijos sean los vencedores y no se puede llegar a asimilar que no es posible que todos tengan las mismas cualidades, que todos resulten los primeros de la clase o de que los nuestros sean precisamente los mejores en la cancha de deportes. Y, volviendo al principio, como decíamos, existe una verdadera competición entre las cadenas TV para copar los espacios de máxima audiencia, en buscar los programas con más gancho, para ganarle la partida a la competencia y, cuando se atina con uno que resulte extraordinario, todas las cadenas procuran aprovecharse de él, aunque necesiten hacer juegos malabares para evitar que se pueda tratar de una copia, una reproducción exacta o calco del de la competición o algo que pudiera chocar con un copyright que pidiera fastidiar el invento.

Últimamente, parece que hay dos clases de eventos que que captan la atención mayoritaria de los espectadores de TV; por una parte, los programas de concursos de cocina y por otra, las competiciones de cantantes que pretenden darse a conocer interviniendo en programas concurso. Y, en este último caso, rizando el rizo, se han puesto de moda los de los “kid”, niños que poseen o se les suponen cualidades especiales para el canto. Si los padres de la criatura se dan cuenta de que su retoño es capaz de gritar más que los otros, o piensan que su voz es extraordinaria, o coge una mazorca de maíz y la utiliza de micrófono para cantar una canción, ya no necesitan más pruebas para creerse que su niño/a es un prodigio y que su porvenir lo tiene en la canción.

Así es como, cuando hay un casting en la TV, allí llevan al pobre niño para inscribirlo e intentar que los encargados de la selección lo escojan para poder concursar. Naturalmente, las primeras decepciones llegan cuando el niño resulta que no sirve y se les dice a sus padres que mejor es que lo dediquen a otro oficio. La regañina al niño porque no se ha esforzado, la bronca del marido a la mujer porque “ya te lo decía yo” y el infeliz, que no tenía ni idea de por qué había ocurrido aquello, creyéndose la persona más desgraciada del mundo por no haber podido dar satisfacción a sus padres. ¿Tienen derecho los padres a someter a una presión tan grande a sus hijos, cuando los llevan a un concurso de estos en los que no hay concesiones, se somete a los concursantes a duras pruebas, se los compara a unos con otros y llega un momento en el que tienen que pelear con sus compañeros para intentar superarlos?, ¿Y si no lo logran?

Nos parece que, en estas cuestiones, los defensores de los menores hacen la vista gorda al no tener en cuenta el estrés a que se somete a estos niños; no se valora, como debería, la decepción de aquellos que quedan eliminados, que corre pareja con la etapa del concurso en la que son eliminados y, en último caso, el hecho de que todo se suela reducir a un solo premio, dejado al arbitrio de un grupo de personas, votaciones del público o de los espectadores, en las que, más que la calidad y posibilidades vocales del concursante, suelen jugar su desparpajo, su simpatía, la forma en la que es presentado en escena y demás circunstancias, que sólo un jurado profesional de expertos sería capaz de excluir para centrarse, únicamente, en lo que debería ser fundamental: la calidad de la voz del cantante y su forma y habilidad de utilizar su aparato fónico. Algo que el gran tenor Alfredo Kraus hacía con la máxima perfección y efectividad.

Seguramente, un psicólogo lo expresaría mejor, con palabras más ajustadas y, evidentemente, con más conocimiento de causa; no obstante, es de sentido común que, lo mismo que ocurre con estos padres empeñados en hacer de su hijo un futbolista excepcional, aunque no pase de ser una medianería, que se enfada con el entrenador porque no lo ponen de delantero centro o que se lía a puñetazos con los otros padres o con los componentes del equipo contrario; convertidos en vergüenza de sus propios hijos y de los que los conocen, son capaces de amargar la vida de su hijo y de hacerle aborrecer el deporte a causa de su comportamiento y de la presión de ver que se le exige lo que es incapaz de conseguir.

Pensamos que, en el caso de estos niños a los que se los lleva a concursar ( en algunos casos hemos visto, en un concurso de cocina, como los propios jueces que deben juzgar sus platos se comportan con una dureza, una falta de sensibilidad y una forma inadecuada de comunicarse con los niños que concursan que, de ninguna manera, es aceptable en una cosa que debería ser como un juego y no un tribunal inquisitorial), se debería prohibir que lo que, a sus edades no debiera pasar de ser un pasatiempo y un juego entre amigos, se le quiera dar una solemnidad, una seriedad y en ocasiones, una falta de sensibilidad que pueden causar a un ser de tan corta edad, traumas que puede que los arrastren durante toda su vida. Lo mismo se podría hacer, con más premios, sin que ningún niño se fuera de vacío y sin pretender darle, la misma solemnidad y morbo, que si se tratase de un programa de adultos.

O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, no nos queda otro remedio que lamentarnos de que, en las TV, se sigan aplicando, en el caso de programas en los que intervengan menores, los mismos procedimientos, las mismas reglas y las mismas exigencias que las que se aplican, en este caso puede que, con otras justificaciones, a las personas adultas. No todo debe ser captar audiencia, si lo que se quiere es sacar en pantalla a niños que, evidentemente, no tienen la madurez mental y la experiencia que se les atribuyen al resto de las personas mayores.