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Medios blandengues

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Gervasio López. Por decenios lastimada, España ha devenido en un piélago inabarcable de calamidades y desafueros, donde el ejemplo probo de los españoles antañones yace entre escombros y estertores, moribundo o como escrofuloso, en lugar de guarecernos y servirnos de enseñanza; convertida en una extensísima colectánea de pequeños reinos de taifas donde, transidos de una soberbia cegadora —ese amarse a sí mismo hasta el desprecio de Dios, contra el que de forma tan preclara nos advertía San Agustín en su salvífica Ciudad de dios—, unos gobernantes envilecidos hacen con las gentes lo que les brota de las interioridades del tegumento genital —o es que tal vez sea ese tiempo (el que ocupan en rascarse los huevecillos), el único de que disponen para pergeñar desatinos, afanados como están en el disfrute que les procura ese embeleco vergonzante al que llaman democracia—, tan solo guiados por la lumbre que les proporciona la abyecta plutocracia a la que sirven. Y más aún, si cabe, tras estos diez o quince últimos años, en que esos próceres que nos tutelan, encochinados de liberalismo hasta las trancas, se azacanean en exacerbar los deletéreos efectos de esa política guarra y crematística que la Transición les entregó a modo de evangelio.
Así, la política de hogaño se nos ha vuelto vasalla y enfermiza; pues en lugar de subvenir al bien común y sostener la tradición que nos hizo fuertes —en lugar, incluso, de dejarse gobernar por Dios y tener como modelo el humanismo cristiano que hace ya tiempo se les cayó de los belfos—, la política de hogaño, digo, se entrega a los vesánicos deseos del nuevo Orden Mundial, rinde pleitesía a aquéllos que siempre pretendieron vilipendiarnos y se pone de perfil —¡no le vayan a endilgar sopapos! — ante la deriva independentista que nos asuela, que este gobierno pastueño, miramelindo y tontorrón pretende mitigar con absurdos argumentos económicos, como si los pueblos se constituyeran por las pesetillas que les campanean en la faltriquera.
Y entretanto esto sucede, los medios de comunicación de la Iglesia entregan su tiempo a un partido anticristiano, a un partido que ha negado a Dios y se ha ciscado en todo aquello que decía defender; a un partido que consiente —y auspicia— el desahucio sanguinolento de los que están por nacer o la abrogación del orden natural; a un partido que, temulento de dinerillos y de macroeconomías, antepone el afán del lucro al Bien común. Y, así, mientras estos medios eclesiales regalan sus minutos a los del PP, silencian, por ejemplo, a partidos que defienden la moral y la doctrina católicas, que, en su egregia pequeñez, se dejan hasta las entrañas en el esfuerzo por arrebatar al votante de la perniciosa ignorancia en que se halla; silencian estos medios, también, a escritores que por simple probidad entintan sus plumas en la sangre de sus entretelas y dedican sus vidas a mostrarnos la verdad, develando ese manto de mentiras y de secretos que el poder tiende ante nosotros, a fin de arrebatarnos hasta el tuétano de los más finos huesecillos; o a estudiosos que, indeclinables,  desbrozan los ubérrimos y abstrusos matojos tras los que unos politicastros de baratillo han emboscado la verdad de la Historia, para ocultarla de nuestras indagaciones y arrebatarnos los orígenes a los que nos debemos.
Y en esa deriva deletérea y cegadora por la que nos llevan estos medios eclesiales se arroja al más olvidado de los desvanes, por ejemplo, al clérigo Balmes o a Donoso Cortés, que tanto nos han enseñado; al conspicuo Vázquez de Mella, a quien un gobierno aquejado de odio  ha “desplazado” recientemente con la forma como sibilina y desgarradora de quien da por retambufa; o a los no menos insignes Rafael Gambra, Vegas Latapie, Ramiro de Maeztu o Marcelino Menéndez Pelayo, entre otros, de cuyas obras tantos bebemos. Pero como éstos dejan su simiente y originan nuevos brotes, también la cizalla del silencio y la preterición ha de alcanzar a estos renuevos, para amputarles el vigor e impedir que a su benéfica sombra pueda cobijarse la sociedad. Y así, por amputarles el vigor y borrar la benéfica sombra que procuran, se acalla en esos medios a Juan Manuel de Prada, quien, con su prosa cuasi bautismal, salpimentada siempre de genialidades y esclarecedoras lucubraciones, nos advierte a cada rato de la malévola cochambre en que se nos pretende sepultar; a Rafaél López Diéguez, Secretario General de Alternativa Española, cuyo discurso tanto se aparta de ese rampante relativismo en que se refocilan otras filiaciones; o al ilustre Miguel Ayuso, por ejemplo —y ya por último, que el rimero de excelencias comenzaba a hacérseme un tanto largo—, magnífico y doctísimo custodio de aquel Tradicionalismo benéfico que, en palabras de Salvador Minguijón, cristaliza en saludables instituciones tras haber engendrado dulces sentimientos y sanas costumbres.
Se me antoja, por tanto, que esto tiene un cierto dejo de misterio de iniquidad, pues aquélla que debiera emplear sus medios de información para subvenir al advenimiento de una sociedad cristiana se emplea, en cambio, con indubitable denuedo, en acallar a quienes pueden ayudarles, mientras reciben con sumo alborozo a quienes impiden tal advenimiento.
Pero contra esto también se nos advirtió hace largo tiempo; así que dejemos que estos medios de comunicación blandengues continúen con su actitud, que tiempo llegará en que las piedras se resquebrajen y se pongan a charlar sin cuento, para eterna vergüenza de aquéllos y benéfico acompañamiento de todas esas gentes probas que, día a día, deciden revelarnos la verdad. Cada uno, al final, tendrá su justo juicio.
 

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