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El protagonista del día es Napoleón Francisco José Carlos Bonaparte

Napoleón II o el de Rey de Roma

Javier Paredes. El protagonista del día es Napoleón Francisco José Carlos Bonaparte (1811-1832), que ha pasado a la historia como Napoleón II, también como Rey de Roma e incluso con el alias de El Aguilucho. Pero ni reinó en Roma, ni en el Imperio francés; permaneció toda su vida en los mullidos nidos imperiales, primero de Francia y después de Austria, porque nunca pudo volar como las águilas; así es que lo de El Aguilucho parece el alias más adecuado. Y hoy Napoleón Francisco José Carlos Bonaparte es el protagonista, porque el 11 de abril de 1814 el tratado de Fontainebleau, redactado por los vencedores de Napoleón, establecía la renuncia por parte de Napoleón a la soberanía de Francia e Italia, para sí y su familia que, como es sabido, el invasor de España tenía tendencia a colocar en altos puestos a los amigos y parientes.

Por todo ello más de un estudiante de Historia se queda desconcertado, cuando a mediados del siglo XIX se les aparece en el manual un Napoleón III, sin haber estudiado antes al Napoleón II, porque el Aguilucho, el hijo de Napoleón y María Luisa de Austria no tuvo reinado. Pero los franceses son así de grandiosos con su historia y no quieren perder ni un titular de su Imperio, aunque el Aguilucho se quedase siempre en pretendiente. Lo que nos obliga ahora, en esta sección,  a explicar los líos de los Napoleones, que además de líos de números, lo eran también de eso otro que usted está pensando.

El caso es que Napoleón, el bajito, se casó primero con Josefina de Beauharnais, que aportó al matrimonio los hijos de otro casamiento anterior con Alejandro, vizconde de Beauharnais, una de sus hijas se llamaba  Hortensia. Pues bien, a petición de Napoleón, Hortensia de Beauharnais se casó con Luis Bonaparte, hermano de Napoleón, a los que nombró reyes de Holanda. Pues bien, uno de los hijos de los reyes de Holanda fue Luis Napoleón, que pasó de  presidente de la Segunda República Francesa en 1848 a emperador de los franceses, en 1852, con el nombre de Napoleón III y, este a su vez se casó con la española Eugenia de Montijo. Pues si los líos de los números de los Napoleónidas son complicados, los otros líos en los que ustedes están pensando tan mal y acertando tan bien, mejor pasarlos por alto, para que podamos repasar la rama austriaca de la familia de El Aguilucho.

En vista de que Josefina Beauharnais no podía darle un hijo al emperador, Napoleón se divorció y quiso emparentar con una  casa de abolengo. Así fue como se casó con María Luisa de Austria, que cumplió las exigencias de su marido y le dio un hijo el 20 de marzo de 1811. Desde el primer momento recibió el título de rey de Roma y más tarde el de Príncipe Imperial. El caso es que la buena de María Luisa se manejaba mejor en el idioma materno que en francés, y habló tanto con Adam Adalbert von Neipperg, un diplomático austriaco en París, que cuando Napoleón fue desterrado a la isla de Elba, ella no le amaba tanto como para acompañarle al destierro, y se fue a Austria con el Aguilucho y en compañía de Neipperg, con quien tuvo dos hijos ilegítimos.

Así las cosas y vistos los ejemplos domésticos, el Aguilucho mientras vivía refugiado en la Corte de Austria, se entendió con su prima, la archiduquesa Sofía de Baviera. El problema es que ese entendimiento no era lícito, porque la archiduquesa estaba casada con Francisco Carlos de Austria y ya tenían un hijo, Francisco José, futuro emperador de Austria y marido de Sissí. Por cierto que, en la famosa película, el personaje de Sofía de Baviera sólo ofrece un pálido reflejo de lo malísima que era en realidad la suegra de Sissí, y mira que es remala en la película. Pues bien, a la buena  archiduquesa Sofía de Baviera y al Aguilucho se les atribuye la paternidad de Maximiliano de Austria, que murió fusilado en la aventura mejicana.

Y como el hijo de Napoleón murió tan joven, con  tan solo 21 años, no le dio tiempo a hacerlas más gordas. Y es que mira que somos aburridos los humanos, porque puestos a portarnos mal,  siempre nos da por lo mismo: el vino y las mujeres. El hombre sólo es original para hacer el bien, en ese caso puede desplegar su energía hacia actividades tan diversas como la música, la ciencia, la poesía, las obras benéficas, la caridad hacia los demás, e incluso a vivir la aventura apasionante del matrimonio, que según la fórmula verdadera de uno con una para toda la vida, produce de todo menos aburrimiento e hijos ilegítimos.
 

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