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no fue Hemingway quien, en los años de 1920 del pasado siglo, inventó los Sanfermines

Pamplona y el culto a San Fermín

Pedro Sáez Martínez de Ubago. Aunque, entre la mentalidad de hoy y la basura que esparcen los medios de comunicación, a más de uno le pueda parecer increíble, lo primero que conviene, en honor a lo que se celebra, es dejar bien claro que ni fue Hemingway quien, en los años de 1920 del pasado siglo, inventó los Sanfermines; ni son estas fiestas una novena de días en que Pamplona se convierte en lo que ahora se dice “una ciudad sin ley”, donde las violaciones, el tráfico de drogas y todo tipo de depravación y terrorismo campan por sus respetos.

Muy al contrario, en Pamplona, las Fiestas en honor a San Fermín, es una de las épocas en que más pesan la ley, la tradición y la costumbre, gracias a lo cual una serie de hechos, más o menos aislados, han venido conformando, desde el siglo XII, estas fiestas sin igual, que, hundiendo sus raíces en el medievo, comienzan a conformarse y tomar su auge en el siglo XVI. Las fiestas de San Fermín nacieron a final del siglo XII, cuando un joven de Artajona, estudiante en París, trajo la noticia de la existencia de un obispo de Amiens, santo y mártir, que, según constaba en los diferentes archivos, llamábase Fermín y era natural de Pamplona. Siendo obispo de Pamplona otro artajonés, Pedro de París (1167-1193) se impulsó el culto a este paisano; se elevó la categoría de la fiesta hasta equipararla a la de los apóstoles; y se conseguía que, en 1186, Teobaldo d´Heilly, enviara a nuestra ciudad una reliquia de la cabeza del santo navarro, que sería la primera que llegara a Pamplona y a Navarra.

Siglos después, en 1591, siendo obispo de Pamplona Bernardo de Rojas y Sandoval, el Regimiento de la Ciudad pidió el traslado de la fiesta del Martirio de San Fermín –lo que hoy conocemos como San Fermín Chiquito- al mes de julio, coincidiendo con las ferias y mercados que se celebraban entre San Juan y el 18 de julio. Accedió el prelado y ordenó que, en adelante, la fiesta y rezo de San Fermín se celebrara el 7 de julio, tal y como hoy sigue en vigor. Trasladadas a su actual fecha, las Fiestas de Pamplona en honor a San Fermín, con el paso de los tiempos fueron sumando diversos actos religiosos y profanos, hasta la peculiar simbiosis de hoy entre lo humano y lo divino que nos permiten a los pamploneses ufanarnos de celebrar las “que son en el mundo entero unas fiestas sin igual”.

Posteriormente, como podemos padecer, la barbarie, junto con la ignorancia, la falta de respeto a las costumbres de un reino, o la envidia insana de algunos por lo que no pueden tener, han dificultado o hecho imposible acudir acompañando al Ayuntamiento, en cuerpo de Ciudad, a las cuatro el seis de julio y a los acordes del Vals de Astráin, a las solemnes vísperas del Santo que, a decir de Faustino Corella, ya se celebraban en 1487. Desde 1717, este año se cumple su tricentenario, en que se inauguró la actual Capilla de San Fermín, en la Parroquia de San Lorenzo, ni el itinerario ni la costumbre ha cambiado. A no ser en la curiosidad de que el 6 de julo ya no sea el día de penitencia, con abstinencia de comer carne incluida, que prometiera el regidor don Miguel de Donamaría y Ayanz al obispo don Antonio Zapata, por uno de los muchos milagros que se atribuyen a nuestro santo: librarnos de la peste entrada por Santander y procedente de Dunquerque.

Ya terciado el siglo XIX consta el cese de esta abstinencia y conocemos la costumbre, hoy en declive, de tomar la ley, siendo “la ley” un almuerzo que, entre el encierro, cuando era a las 6, y la procesión, ofrecía el Ayuntamiento a corporativos, porteadores y ciudadanos, con vinos de la tierra yproductos de la Carnicería Jáuregui, sita en el 52 de la Caye Mayor. Nótese al respecto que la segunda acepción de Ley, en el Vocabulario Navarro de José Mª Iribarren es: “Bocadillo o tentempié que suele tomarse a hora determinada, generalmente a las once de la mañana”.

Poco se ha alterado, por lo demás, en su esencia la Procesión de San Fermín, del 7 de julio, acto cada vez más multitudinario, posiblemente remontada al siglo XII, documentada ya en el siglo XV y detallada con todos sus pormenores en 1698. La procesión de San Fermín es no el principal acto de nuestras fiestas sino las más bellas horas de las 204 horas de fiestas. En ella, los antiguos burgos de Navarrería y San Saturnino son recorridos por uno de los más coloristas y varipintos cortejos que adornan el notable elenco de las fiestas tradicionales españolas. Arzobispo, Cabildo, Alcalde, Ayuntamiento en corporación, con sus maceros, gigantes, músicos, danzantes y pueblo fiel, se arraciman a los pies del busto relicario del “santo morenico”, que es venerado con ojos de cariño, plegarias mudas o en jotas bien templadas –un recuerdo muy especial para la del recientemente fallecido Joaquín madurga, un clásico ya en la Plaza del Consejo- o los solemnes acordes corales de la misa pontifical.

Esta procesión tiene muchos momentos, cada uno y a su manera entrañable para cada pamplonés, pero sólo un “momentico”: cuando en el atrio de nuestra sede metropolitana se entremezclan las notas vibrantes de la comparsa de gigantes y cabezudos con el solemne tañido de las campanas catedralicias, entre las que destaca la profundidad y rotundidad de la Campana María, con sus casi diez toneladas, la mayor de España en funcionamiento. Juntos, gaiteros, Pamplonesa y campaneros, danzantes y gigantes, honran a Cabildo y Ayuntamiento.

Similar a la procesión, aunque con menos integrantes, sin misa pontifical pero sí solemne, y recorrido más corto, es la Octava del Santo, que se celebra litúrgicamente en la mañana del 14 de julio, desde que el obispo Miguel Périz de Legaría, estableció en el sínodo de 1301 que la fiesta contara con octava. Sin embargo, la fiesta civil tiene el luctuoso y original inicio que narro, para concluir, siguiendo a don Jesús Arraiza: “En 1689 moría a sus 28 años de edad la Reina María Luisa de Orleans, dejando viudo a Carlos II de Austria. Tanta debió ser la pena del Rey y del Reino, que se veían sin sucesión, pues Carlos y María Luisa no habían tenido hijos, que el luto alcanzó incluso a “los sanfermines”, cuyas fiestas profanas fueron suspendidas.

El Regimiento de Pamplona pensó que la fiesta quedaba pobre y deslucida “sin toros, juegos y danzas”, pues todo ello mira a aumentar el mayor culto del Santo, la autoridad y decencia de la Ciudad y la devoción de sus vecinos. Por todo ello se acuerda celebrar la Octava con mayor solemnidad y acudir a l misma en Corporación el Regimiento”.

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