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Diario YA


 

Pujol: Sic Transit Gloria Mundi

Manuel Parra Celaya. No pasa día sin que nos enteremos por los medios de difusión de que se le siguen retirando honores al expresidente Pujol: despojamiento de su título de Muy Honorable, derribo de estatuas, levantamiento de placas de inauguración de locales e instalaciones (muchas de ellas, en realidad, reinauguraciones durante su mandato, porque procedían del denostado Régimen anterior)… Lo más sonado ha sido la disolución, metamorfoseo o reconversión (uno no sabe a qué atenerse) de Convergencia Democrática de Cataluña, el partido fundado por él. Parece que se quiere, por una parte, borrar todo vestigio de su existencia pública y, por otra, llevar a cabo una purificación colectiva en la que ejerza, con su clan, de único chivo expiatorio.

Salta a la vista la maniobra: Jordi Pujol era el único responsable y el único conocedor de las corrupciones y corruptelas, desaguisados, enjuagues, pillajes, rapiñas y financiaciones ilegales; ni en su inmediato entorno ni en el rincón más perdido de Cataluña se sospechaba siquiera nada; con dotes de ilusionista y prestidigitador llevó a todos el engaño, el primero al pobre de Artur Mas, y, claro, la estupefacción ha sido mayúscula; en consecuencia la estrategia es borrar su infausta memoria de los anales del pueblo catalán y, sobre todo, de la oligarquía que lo dirige y manipula desde hace muchas décadas…

En primer lugar, son evidentes los paralelismos con todos los procesos iconoclastas a lo largo de la historia: todos los estadistas políticos de cualquier signo y de todos los lugares del mundo han sufrido idénticos ultrajes, con independencia de que fueran tiránicos o benévolos, positivos o negativos para sus pueblos, sanguinarios o inocentes, corruptos u honrados. Creo que se conjugan tres factores decisivos para esta constante: el primero es el liderazgo casi indiscutible o el poder omnipresente; el segundo es la trascendencia histórica de su legado; el tercero viene dado por la acumulación de adulaciones y aduladores durante su mandato (muchos de los cuales, en todos los casos, figuran entre los ahora entusiastas enemigos de la figura).

Hay un cuarto factor que no se cumple en el caso del Sr. Pujol, y consiste en que los derribos de estatuas, repliegue de palios y desclavamiento de placas suele hacerse con posterioridad a la muerte (natural o a tiro limpio) de los antiguos homenajeados, mientras que el patriarca del clan Pujol sigue gozando de buena salud. Las tres notas primeras son evidentes: fueron muchos los que atribuyeron a Jordi Pujol cualidades de estadista, amén de calificativos de esos que ahora se borran apresuradamente de las hemerotecas y de las flacas memorias: sostén de la democracia, aliado de la gobernabilidad de España…, amén de aquel nombramiento de español del año que le atribuyó un respetable diario, que ahora dedica páginas y páginas a poner al descubierto sus presuntos delitos.

Su trascendencia política no admite dudas, especialmente en lo que concierne a la siembra del odio a España y al separatismo en las aulas escolares y en los entresijos de la sociedad civil, mediante la propaganda y las generosas subvenciones; solo que aquel “ahora no toca” sujetaba las ansias de los más exaltados entonces y en este momento ha sido sustituido por un “ahora sí que toca”, con el discutible y discutido protagonismo de su delfín preferido. En cuanto al factor de la sumisión y de la adulación tampoco queda la menor duda: su persona y su jefatura eran intocables y suscitadoras de los más extraordinarios ditirambos, por lo menos hasta que el lenguaraz de Pascual Maragall sacó a relucir en el Parlamento lo que era un secreto a voces: aquello del tres por ciento… Estas palabras fueron las que marcaron, en mi opinión, un antes y un después, y encendieron las señales de alarma, cosa que no ocurrió con el asuntejo de Banca Catalana en los años 80, cuando funcionó el arropamiento con la senyera.

De todas formas, no entra en mi intención ni en mis cálculos de humilde comentarista juzgar lo que dicen que ya está en manos de los tribunales de justicia. Tampoco me ha gustado nunca sumarme a las voces de los que hacen leña del árbol caído, aunque ese vegetal represente todo lo contrario de mi idea y de mi condición de catalán y, por lo tanto, de español. Hay un estilo que me obliga, y otros se dedicarán a derribar mármoles o bronces y retirar honores.

Me pregunto su no habrá más vileza en esta actitud de quienes ahora se muestran sorprendidos y escandalizados; de quienes han pasado de la alabanza y el incienso con derroche a la injuria inmisericorde, para borrar un nombre de la historia de la Transición y del Régimen vigente, fuera cual fuera el partido que gobernara a los españoles con la colaboración –con contraprestaciones- de Jordi Pujol. Considero que esta actitud de vileza es, por lo menos, un error garrafal: la historia debe asumirse íntegra, con sus luces y sus sombras, y esto es aplicable a nuestro entorno inmediato y a otros entornos próximos o lejanos.

En unos casos, los recuerdos perennes, en estatua o lápida, pueden servir para tapar la boca a tantos valientes de ocasión, los que en vida física o política de los líderes denostados no movieron un dedo en su contra o incluso fueron fieles colaboradores de sus obras, buenas o dañinas. En otros casos, como en el que nos ocupa, sirven para poner en evidencia cuál es el trasfondo real del separatismo, nunca mejor definido que como la especulación de una oligarquía con la sentimentalidad de un pueblo.

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