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Diario YA


 

Reflexiones en el bicentenario de la batalla de Vitoria

Pedro Martínez sáez de Ubago. La batalla de Vitoria (21 de junio de 1813) debe enmarcarse en la serie de consecuencias que se siguen de la orden del Emperador Napoleón de desplazar hacia el este fuerzas de la Península Ibérica para cubrir las bajas del desastre que supuso la retirada de Rusia. Al debilitarse, el rey intruso tiene que abandonar Madrid y, por Valladolid, Burgos y Vitoria emprender toda una penosa y vergonzante retirada, donde sería continuamente acosado tanto por las poblaciones cruelmente sometidas desde 1808, como por las fuerzas regulares de España y sus supuestos aliados ingleses y portugueses, comandados por Sir Arthur Wellesley, duque de Wellington.
Es curioso que hasta en el contexto musical, la derrota de Rusia fuera inmortalizada por Tchaikovsky en su Obertura 1812, Op. 49 y la batalla de Vitoria por Beethoven en su Wellingtons Sieg, Opus 91, conocida por nosotros como La Victoria del duque de Wellington en la Batalla de Vitoria.
Se tiene noticia de que el 26 de mayo de 1812 los franceses abandonaron definitivamente Madrid, con un descomunal convoy de coches, gabarras, carros y acémilas en el que iban no sólo los cortesanos de José Benaparte y afrancesados españoles con sus familias y enseres, sino también los numerosos tesoros de arte saqueados en iglesias y palacios durante la ocupación francesa.
Durante la batalla de Vitoria, librada hace 200 años, entre el amanecer y las seis de la tarde cuando los aliados cortan la retirada hacia la frontera y las fuerzas imperiales huyen en el más completo desorden para refugiarse en Pamplona, 77.000 soldados hispano-anglo-portugueses, entre los que se encontraban los guerrilleros de Longa, Dos Pelos, Salcedo y el Charro, se enfrentaron a 57.000 franceses, infligiéndoles una severísima derrota, no sólo humana, sino también material.
Así, además de sufrir más 8.000 bajas entre muertos y heridos, y ser capturados más de 1.000 prisioneros; los franceses perdieron 151 cañones, 432 cajas de munición, y la práctica totalidad del botín que llevaban consigo: unos 2.000 carruajes cargados de las riquezas (cinco millones y medio de duros, oro, plata, joyas, esculturas, libros antiguos, cuadros de Ticiano, de Rafael...) acumuladas durante cinco años de expolio.
Pero quizá lo más relevante de la batalla de Vitoria no fuera la derrota francesa en sí, sino el vergonzante y canallesco comportamiento de los ingleses, quienes se supone eran nuestros amigos y aliados. Así, entre otros testimonios de la época, cabe resaltar los de Bégin y Blazé. «Se vio -dice Emile Bégin- los furgones del Ejército francés robados por los soldados encargados de defenderlos». Y Sebastián Blazé, escribe: «Hubo combate en torno a estos tesoros, y como había bastante dinero para contentar a ambos partidos y los soldados hallaban más provecho en tomar cartuchos de monedas que en dar sablazos, se vio a ingleses y franceses meter mano a la vez en el mismo tesoro» sin hacerse el menor daño.
Por eso, si como se ha escrito, el de Vitoria fue el mayor botín aprehendido en la Historia moderna, y cuando Wellington conoció lo que hacían sus soldados, afirmó: «Dejadlos; ellos se merecen cuanto puedan encontrar, aun cuando fuese diez veces más». Está claro que al lord inglés -como a los actuales gobernantes del Reino Unido o de Gibraltar, nuestros amigos y aliados en la UE o en la OTAN- le importaba poco lo que era de los españoles.
Así en Vitoria robaron todos, franceses, portugueses e ingleses, de tal manera que, cuando el general Miguel Ricardo de Álava y Esquível entraba en Vitoria con un regimiento de Caballería para proteger la ciudad del saqueo, gritaba a sus paisanos que ocultaran cuanto tuviesen de valor, «porque -les decía- éstos que vienen conmigo son peores que los que se han ido». Y de que no le faltaba razón al general español darían testimonio las atrocidades del 17 de octubre, fecha en que los ingleses saquearon y destruyeron San Sebastián, violando a cuantas mujeres encontraron a su paso.
Una guerra siempre es una guerra, como ya testimonia el legendario “Vae victis” pronunciado por Breno el año 390 A. de C. Pero cuando, como en el caso de la batalla de Vitoria, el daño no viene tanto del enemigo como de la puñalada traicionera asestada por quien se supone combate en el mismo bando y comparte parapeto, cobra plena vigencia el anónimo proverbio español: “De los amigos me guarde Dios, que de los enemigos me guardo yo”.