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Diario YA


 

Esta fiesta tiene lugar el 28 de junio, día en el que se conmemoran los disturbios de 1969 en Stonewall (EE. UU.)

Reflexión sobre el Día del Orgullo

Pedro Sáez Martínez de Ubago. En principio, cabe afirmar que la discriminación positiva es una política social dirigida a mejorar la calidad de vida de grupos desfavorecidos, proporcionándoles la oportunidad de equilibrar su situación de desventaja social. Su existencia supone una excepción al principio de igualdad de trato, contemplada en el actual marco legislativo, al “tratar con desigualdad lo que de partida tiene una situación desigual”.

En cierto modo, por lo que a España se refiere, una discriminación positiva bien entendida podría facilitar el cumplimiento del Artículo 14 de la Constitución, donde se establece que “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”.

Sin embargo, como casi todo, cuando la discriminación positiva se toma literalmente o se lleva al extremo, puede dar lugar a injusticias, desatinos y, lo que es peor, a una discriminación de la mayoría natural que pasa a ser víctima de aquella minoría a que se quiere favorecer por la discriminación positiva.

Por ejemplo, una cosa es proteger la libertad de culto de musulmanes o budistas y otra que la mayoría católica, natural de España, tenga que esconder las cruces, vea limitado su derecho a salir en procesión o sea objeto de persecuciones como la mediática, la blasfemia o la agresión física. En estos casos, la concesión de un beneficio a favor un de colectivo o individuo marginado, desvalido o débil, no en fuerza ni inferioridad intelectual, sino en influencia social se vuelve un arma contra la sociedad que ha intentado protegerlo.

Las políticas de los últimos gobiernos han creado toda una serie de leyes de discriminación positiva, para la reinserción de presos, la rehabilitación de drogadictos, el acceso de jóvenes a una vivienda o al mercado laboral, la integración de los parados de larga duración, el acceso de los discapacitados físicos o síquicos a un trato digno por parte de la sociedad, la defensa de las mujeres maltratadas, la equiparación colectivos minoritarios… medidas y leyes que podrían ser buenas y acordes con los principios de la ética.

En una España hay unos cuatro millones setecientos mil inmigrantes (con sus propias y, en principio, respetables peculiaridades culturales) un colectivo que en muchos casos se adolece de un escaso nivel de formación y un alto porcentaje de pobreza. Muchos españoles también hemos sido emigrantes en épocas recientes; y, moralmente no podemos a censurar a nadie por querer venir a Europa a mejorar su calidad de vida. Entendida de esta forma, la discriminación positiva de que legítimamente debe y puede beneficiarse una minoría lingüística, cultural, étnica religiosa, pasa a cuestionarse cuando se usa para marginar a los ciudadanos de bien.

La Constitución de 1812 nos da un vivo ejemplo de ello al establecer en su artículo 1 que “La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. Si luego alguien, español o no, de la comunidad, latitud y longitud que sea, intenta imponer por la fuerza una lengua, una bandera, una religión, una política, la práctica habitual de un hecho delictivo… ese individuo o, colectivo o la banda que lo ampare, sea un vasco que apoya a ETA, un catalán que quema el retrato del Rey, un ciudadano o extranjero que pita el Himno, un musulmán que atenta contra nuestras creencias, un hispano o magrebí que comercia con drogas, un europeo que blanquea fondos de la mafia… pasan a ser simples delincuentes comunes y, por ende, enemigos de la convivencia y del estado de derecho, con todas las consecuencias.

Sin embargo, ahora, en los días en torno al 28 de junio, vamos a ver por todo el territorio nacional socidades, chabacanadas, exhibiciones y toda clase de ofensas pornográficas y blasfemas contra la fe, la naturaleza, el arte y el más mínimo decoro y buen gusto que poco o nada tienen que ver con la inmigración y mucho con la aberrante permisividad de unas autoridades débiles: me refiero, si alguien no lo ha percibido todavía, a la basura con la que desde numerosos grupos, con el apoyo de medios de comunicación, partidos políticos e instituciones, nos van a bombardear con motivo de esa jornada que se ha dado en llamar “Día del orgullo gay”.

Actitudes atípicas no son nada nuevo ni en España ni en la cultura occidental: Suetonio narra que a César le llamaban el “marido de todas las esposas y la esposa de todos los maridos”, así como los chascarrillos de sus legionarios sobre sus devaneos con el rey Nicomedes de Bitinia. En nuestra literatura, y del genial Quevedo, encontramos el Epitafio a un bujarrón, cuyos primeros versos transcribo: “Aquí yace Misser de la Florida,/ y dicen que le hizo buen provecho/ a Satanás su vida./ Ningún coño le vio jamás arrecho./ De Herodes fue enemigo, y de sus gentes,/ no porque degolló los inocentes,/ mas porque, siendo niños, y tan bellos,/los mando degollar, y no jodellos…”.

Pero nunca se había hecho alarde ni motivo de orgullo de una patología –y por patología entendemos una disfunción genética como la que parece encontrarse en el estudio sobre 409 parejas de homosexuales masculinos gemelos que identificó dos regiones con un vínculo significante sobre la orientación sexual: la región pericentromérica del cromosoma 8 y el Xq28 (Cfr. Sanders AR et al. Genome-wide scan demonstrates significant linkage for male sexual orientation) que no deja de ser minoritaria, pues en nuestro entorno afecta al 5,9% de los europeos.

Investigando de dónde proviene, veremos que el Día Internacional del Orgullo LGBT+ (lesbianas, gais, bisexuales, transexuales, más otras orientaciones sexuales no heteronormativas) también conocido como Día del Orgullo Gay (en inglés gay pride) abarca una serie de actos que la comunidad LGTB celebra anualmente de forma pública para instar a la tolerancia y la igualdad de su colectivo. Esta fiesta tiene lugar el 28 de junio, día en el que se conmemoran los disturbios de 1969 en Stonewall (EE. UU.) que marcaron el inicio del movimiento de liberación homosexual.

La noción básica del «orgullo LGTB+» reside en que ninguna persona debe avergonzarse de lo que es, sea cual sea la querencia de su orientación sexual. Desde un punto de vista lingüístico, el término «orgullo» designa 'el amor propio o la estima que cada persona tiene de sí misma como merecedora de respeto o consideración'. Esta definición transmite la idea de una dignidad intrínseca que todo ser humano posee, y esto es incuestionable, por el hecho de haber sido creado a imagen de Dios y ser sujeto de unos derechos y una dignidad intrínsecos e inalienables.

En efecto, igual que los negros -aunque las comparaciones puedan ser odiosas- es un hecho que durante las décadas de 1950, 1960 y 1970, los homosexuales estadounidenses debían enfrentarse a un sistema legal mucho más hostil que otros ciudadanos. En 1971 veinte estados mantenían leyes sobre sexo psicopático que permitían la detención de homosexuales por esa razón o, incluso, que los considerados ofensores sexuales podían ser encerrados en instituciones mentales de por vida o pudieran ser castrados. Y los primeros promotores de la reivindicación proponían una cultura de no confrontación entre homosexuales y heterosexuales en su afán por demostrar que las personas homosexuales podían insertarse en la sociedad.

Sin embargo, los últimos años de la década de 1960 fueron turbulentos debido a la conjunción de varias reivindicaciones sociales como el movimiento afroamericano pro derechos civiles, la contracultura de los 60 o las manifestaciones contra la guerra de Vietnam, clima que pudo influir en el desencadenamiento de los violentos disturbios de Stonewall. En efecto, una cosa es que, por tener una alteración en los cromosomas, un ser humano pueda ser torturado o eliminado y otra, no distinta sino opuesta, es que estos colectivos LGTB, con los poderosos lobbies que los respaldan y secundan, se abroguen el derecho de campar a sus anchas, destruyendo y ensuciando las ciudades a su paso, como se dice del caballo de Atila con la hierba.

Otra cosa es también, que cuando en España hay parados que no reciben ayuda, hogares sumidos en la pobreza energética o enfermedades que, por falta de recursos no pueden tratarse o investigarse, tales colectivos reciban subvenciones de los fondos de las distintas administraciones del Estado. Igualmente, es también inadmisible la idea de que expresar ideas como las aquí expuestas puedan parecer antidemocráticas o políticamente incorrectas, incluso presuntamente delictivas, pero que los colectivos que pronto van a invadir nuestras calles gocen de patente de corso para expresarse libremente contra algo tan sagrado como la Ley Natural o el derecho de todo ser humano a nacer en el seno de una familia y fruto del amor de un hombre y una mujer.

Los homosexuales, como personas tienen una dignidad –la de todo hijo de Dios, ni más ni menos- pero de hablar de dignidad a traducir “pride” como orgullo, y más como un motivo de orgullo con patente de corso para zaherir la Ley Natural, sembrar el odio y la violencia, faltar al honor de quien no tiene sus cromosomas, o querer imponer, por medio de la intimidación sus criterios a una mayoría, hay una clara perversión del espíritu original del movimiento: perversión que transciende lo sexual hasta el punto de que lo que pudo ser una justa jornada reivindicativa de una cultura de no confrontación entre homosexuales y heterosexuales se ha pervertido –no olvidemos el adagio traduttore traditore- incluso en su propio nombre.

Se puede concluir diciendo que, en estos tiempos en que la sociología y el relativismo parecen querer imponerse a las categorías de la razón, desde el simple objetivismo, algo que afecta en torno al 6% de la población, no dejaría de poder considerarse un desorden. Un hecho diferencial minoritario puede ser objeto de la condescendencia de una discriminación positiva que lo acoja con respeto en tanto no conculque otras libertades y derechos. Incluso en épocas de mayorías y no de verdades absolutas, bien podría decirse que la norma la marca la naturaleza y recordar las palabras de Cicerón (De legibus, 1, XVI, 44): “Si los derechos se fundamentaran en la voluntad de los pueblos, en las decisiones de los gobernantes y en las sentencias de los jueces, sería jurídico el robo, jurídico el adulterio, jurídica la suplantación de los testamentos, siempre que tuvieran a su favor los votos o los plácemes de una masa popular. Y es que, para distinguir la ley buena de la mala, no tenemos mayor norma que la naturaleza, con la que se discierne lo justo de lo injusto. Pensar que algo depende de la opinión de cada uno y no de la naturaleza, es cosa de locos”.

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