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Diario YA


 

COMPARACIONES Y COTEJOS

Sorprendido y admirado la religiosidad que se vive en Polonia y a Chequia

MANUEL PARRA CELAYA    Me dice un buen amigo que por qué no escribo algo sobre mi reciente escapada a Polonia y a Chequia. Me he resistido varios días, en parte porque me parecía un gesto inútil de pedantería y egotismo describir las calles de Wroclaw o los puentes sobre el Moldava, respectivamente, en parte porque no están los tiempos para narraciones de turismo.
    Un deber de cortesía, no obstante, me hace ceder a la petición del amigo; de forma que resisto, también, la tentación de escribir sobre la fecha histórica del 6 de octubre (tarea que dejo al historiador y también amigo José M.ª  García de Tuñón, habitual en estas páginas) y me centro nada más en mis sensaciones subjetivas del viaje; y ello debido a mi completo desconocimiento de los idiomas eslavos -que me impidieron cualquier comunicación fluida con los nativos- y a la brevedad de mi estancia en aquellas tierras; algo se capta, sin embargo, a través de las lecturas, de la observación directa del paisaje y del paisanaje y, por supuesto, de mi escasísima (¡ay!) comprensión lectora de esa koiné actual que es el inglés.
    De este modo, empiezo diciendo que me ha sorprendido y admirado la religiosidad que se vive en ambas naciones: iglesias llenas (y no solo de turistas curiosos), imágenes de Crucificados y Vírgenes en las calles y plazas, a cuyo pie ardían constantemente velas y fanales, y ausencia total de pintadas en los muros de los templos, a diferencia de lo que contemplamos a diario en estos pagos. La existencia de varias confesiones -caso de Praga, en concreto- no es obstáculo para que los pináculos de los edificios católicos, de rito husita u ortodoxo y judíos se alcen en armonía urbanística y religiosa hacia Dios; me decía una estadística que, como herencia de la época comunista, queda solo un 5% de población que dice ser agnóstica o atea. ¿Será posible que el laicismo oficial, impuesto en Europa, no haya impregnado todavía a los pueblos de Centroeuropa?
    El respeto a la historia común también ha sido una constante advertida en mi periplo; ahí quedan las huellas y testimonios de la II GM, con las inevitables salvajadas cometidas por los bandos en lucha, y se rememoran por doquier; no puede uno menos que conmoverse, por ejemplo, ante el monumento levantado a las víctimas de las fosas de Katín o en los túneles de Osówka, pero, tanto polacos como checos, dan la impresión de no vivir del pasado, de haber recuperado toda su historia, con sus luces y sus sombras, y de que esta no les condiciona ni el presente ni el futuro; no creo que sus gobernantes actuales estén por la labor de resucitar odios ni intentar mover a sus poblaciones con memorias históricas partidistas. Sí ha quedado el testimonio para el visitante del color gris y la monotonía de los edificios de las dictaduras comunistas, así como una impresión de oscuridad que se advierte, de noche, en pueblos y aldeas.
    En lo concerniente al patriotismo, es sobradamente conocido el de Polonia, por encima de pareceres políticos; la nación-mártir fue invadida, como se sabe, por este y oeste, y, con respecto a esta última invasión, ninguneada por sus teóricos aliados occidentales y abandonada a su suerte tras el final de la guerra hasta 1989. Tuve ocasión de visitar una escuela de Enseñanza Primaria que lleva el nombre de un coronel héroe de guerra y que guarda, junto a sus aulas, un pequeño e interesante museo a este dedicado. ¿Alguien puede mencionar algún ejemplo paralelo en esta España que hasta borra de los nombres de los colegios el de los Reyes Católicos y el de Melchor Gaspar de Jovellanos, por no mencionar el de algún personaje de nuestra historia reciente que resulta non grata para el actual establishment.
    Por otra parte, en Chequia -nación que data, unida a Eslovaquia, de 1918- no se advierte, por lo menos a simple vista, tensión alguna por recomponer o no aquella integridad artificial, y la bandera actual preside edificios públicos y privados. Sí quedan huellas indelebles del sacrificio de Jan Palach ante los blindados del Pacto de Varsovia en 1968 o un completo Museo del Comunismo, cuya visita recomendaría encarecidamente a algunos políticos españoles; en él, no dejé de establecer curiosos paralelismos entre los métodos de propaganda y sumisión de poblaciones de aquella etapa y la ingeniaría social que, sin necesidad de siniestras salas de interrogatorio, juicios sumarísimos por traición y represión de disidentes (por el momento), ejerce su despotismo en nuestros ambientes.
    Por lo demás, también allí ha llegado, implacable, la globalización: las marcas y franquicias internacionales son las mismas que podemos encontrar en las calles de Barcelona, Madrid o Valencia. Pero también es común -y esto es un gran consuelo- la presencia de padres jugando con sus hijos en los parques, las señoras que van a la compra y se quejan del precio de los productos, los jóvenes que asisten a la Universidad y los ancianos sentados al sol de septiembre, con sus miradas entre perdidas e interesadas en el panorama de nosotros, los turistas.  En todo caso, me atrevo a calificar a aquellas sociedades -a pesar de mis limitaciones indicadas- de más sanas que las nuestras.