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Diario YA


 

Camino de Zinderneuf

Un puñado de escritores magníficos

Juan Carlos Blanco Termino en este preciso momento de releer una de las novelas más extraordinarias de las últimas décadas, la prosa elegante y que desborda siempre de Javier Marías devolviendo el lustre a nuestras letras de un pasado glorioso que nos hizo alcanzar tanto brillo. La forma y el contenido, la sintaxis subordinada a las necesidades del escritor que urde una historia sin parangón y que resulta inconfundible para aquellos que se han dejado atrapar por su calculada retórica, los matices más nimios que tamizan la totalidad de sus párrafos y que disfrutan de una musicalidad incontestable. Los equívocos sutiles y la recreación minuciosa de cada rincón minúsculo de la novela. La sensación conforme avanza la lectura de estarse adentrando en algo verdaderamente importante y oculto a la mayoría. Y es lo que tienen los escritores más grandes, logran ver lo que nos está vedado a los demás y aun consiguen narrarlo, haciéndonos partícipes de sus propios descubrimientos. Como cuando en una reciente entrevista el pintor Antonio López al ser inquirido sobre Murillo y Velázquez afirmaba que los dos eran realmente buenos y que los dos veían, pero que Velazquez veía más que Murillo y con seguridad más que ninguno de los demás pintores, salvo alguna excepción discutible. “Fue él el primero en hacer esa pregunta, o mejor dicho, en formular esa pregunta que yo me venía haciendo desde por la mañana, desde la ceremonia y aun antes, desde la víspera. Había pasado la noche con sueño superficial y agitado, probablemente durmiendo pero creyéndome insomne, soñando que no dormía, despertándome de veras a ratos”. Y logra conformar un escenario reconocible por el que transita el lector con la familiaridad de que se disfruta en los lugares que nos son más próximos, con independencia de la novela concreta que se este leyendo, instando a la lectura frenética que no concede descanso, como si de un sortilegio impensable se tratara. Un universo privado que se nos ofrece y que cuenta con unos márgenes identificables que facilitan la travesía y que la hacen más grata; y de qué pocos se puede decir eso mismo, que su escritura sin tacha no admite duda y que no puede ser por tanto adjudicada a ningún otro que no sea él mismo, patrimonio intransferible y herencia de su gusto por la literatura más analítica y detallada. Si se quiere denominar así a los buenos libros, que son los que en realidad más hablan, los que dicen más cosas y los que menos callan. Y qué poco necesita Marías para embaucar al lector y hacerlo partícipe de sus propios desvelos, con qué facilidad le invita a tomar asiento a su lado y le conmina a deslizar la mirada hacia el exterior de la ventana por la que se asoma y que muestra un decorado profuso en particularidades que podrían ser obviadas a simple vista, el gesto errático en un rostro que muestra sus intenciones segundas, la manera de caminar o de consultar la hora en el reloj de pulsera de la propia mano, el modo en que se deja pasar el tiempo cuando se aguarda a que acontezca algo que puede modificar el transcurso de la historia de cada uno de los personajes. Por no hablar de la facilidad con que se adentra en la vertiente más psicológica de los protagonistas y que los hace parecer tan humanos, cercanos y casi tangibles, al alcance de nuestro ojos con sólo levantar la mirada, las miserias y la grandeza con que se desenvuelven en unas situaciones que podrían alcanzarnos a todos, fruto de la cotidianeidad y del trato acostumbrado en los distintos ámbitos de nuestras azarosas vidas, como si no necesitara el escritor recrear un escenario que se aleje rotundamente de la realidad de cada día y le bastase para urdir la trama con la esencia de lo que somos y con lo que llevamos dentro, lo que demostramos en cada jornada sin querer hacerlo y que nos dignifica o nos arroja con violencia al barro, lo que podríamos llevar a cabo de darse las circunstancias precisas, puestos en una situación que se aleje diametralmente de lo que entendemos todos como algo natural y que nos viene dado. Y en su caso se trata de igual manera de lo que dice y de cómo lo dice, del fondo y de la forma, del estilo que no es negociable y que no pierde nunca, lo que le sitúa a mi modo de ver junto a los escritores más grandes. Y contamos actualmente en nuestro país con un puñado de escritores magníficos, todos ellos a la altura de nuestra brillante historia literaria, capaces de situar en lo más alto el pabellón orgulloso de nuestras letras, si de batirse se trata con las demás naciones. O de compararse al menos. Pérez-Reverte, De Prada, Cercas, el Trapiello que se ofrece de manera más íntima y que muestra todo lo que lleva dentro, sus salones y sus pasos perdidos convirtiéndose con premeditada pausa en algo que perdurará más allá de su propio tiempo. Y es seguro que al cabo de algunos años y con una mayor perspectiva se podrá ladear el rostro y contemplar la labor ingente que tras de sí dejaron, pocas figuras me impresionaron tanto durante la juventud primera como la de Tánger Soto, con su belleza impertérrita y sus ojos tan fríos que del mismo modo se ocupaban de calibrar lassituaciones más arduas como de los buenos libros. Pedro Luis de Gálvez, El Zarco y laconmovedora Tere, María Dolz o aquel Ranz tan sospechosamente errático, Sebastián Copons, Manur el banquero belga, Paco Cortés, Andrés Faulques… Disfrutemos de lo que por fortuna tenemos a tan escasa distancia. Tiempo habrá de ocuparse de los Andreiev, Faulkner, Nabokov, Álvaro Mutis y compañía. En otra ocasión, más tarde.

Acaso la semana próxima.

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