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Diario YA


 

Yo también deseo que Dios ayude a Barack Obama

Rafael González. 25 de enero.

No quería dejar pasar la proclamación del nuevo presidente de Estados Unidos, Barack Obama, sin mi comentario para quienes me leen en YA. No porque mi opinión sea imprescindible, ni porque la ocasión -tomando prestada la hiperbólica calificación cervantina para la batalla que le convirtió en el Manco de Lepanto- sea la más alta que vieron los siglos; ni, casi seguro, la de éste que corre; pero sí un acontecimiento importante que merece un lugar en mi modesto protocolo periodístico.

Pensaba en ello desde que el martes 20 contemplé por TV la grandiosa -y a la vez sencilla- toma de posesión del 44º presidente de Estados Unidos. El espectáculo despertó mi admiración. Y si no me sentí ilusionado fue porque los años y las experiencias han encallado mis sentidos para tales complacencias; sí, en cambio, me sentí esperanzado, porque la esperanza, virtud teologal, nunca debe perderla un cristiano.

Y en esto estaba cuando el terrible artículo de mi admirado Juan Manuel de Prada, en ABC, de ayer sábado, me hizo reparar un poco. Nada menos que “Los falóforos de Obama” titula su artículo. Y entre otras cosas durísimas contra los que han escrito a favor del nuevo presidente, dice que la invocación a Dios que Obama hace es, precisamente, lo que las Escrituras llaman «fornicar con los reyes de la Tierra», que es la degeneración máxima de lo religioso: la religión puesta al servicio de la política, convertida en una Gran Ramera que legitima la adoración del hombre por el hombre y promete a las masas un reinado de felicidad perpetua y delicias universales”.

Es demasiada, creo, la exageración de nuestro admirado amigo. Yo me había identificado con lo que el editorial de YA decía al respecto. “Porque –escribía el editorialista- llegados a este punto de la Historia, hay que empezar a distinguir entre políticos que cuentan con Dios para gobernar, y políticos que gobiernan de espaldas a Dios. Y Obama, por suerte para todos, pertenece al primer grupo.”

Animado, pues, por esta opinión de mi periódico, soslayaré la del celebrado –y por tantos artículos suyos, correligionario- articulista y continuaré con lo mío. Decía que me sentí esperanzado con la toma de posesión de Obama. Y que el espectáculo despertó en mi admiración. O dicho de otra manera: hizo que sintiera sana envidia (que es la transformación de la tristeza o pesar por el bien ajeno en emulación o deseo de algo que no se posee). Admiré una vez más, como siempre he admirado, la firme unidad de esa gran nación norteamericana, como ellos con orgullo se proclaman, formada por tantos Estados; la fe y la identidad que profesan tantas gentes de distintos territorios y de diversas razas; la bandera que les preside a todos; el idioma común que todos aman y les comunica… Y la confianza que la gran mayoría (un 80 por ciento) ha depositado en un hombre nuevo, totalmente nuevo, tanto que es el primer presidente negro y, como él mismo ha dicho en su primer discurso presidencial, hijo de un hombre que, debido a su raza, hace menos de 60 años, no podría haber comido en los restaurantes de Washington.

También hizo que me sintiera esperanzado el formidable, breve y clarísimo discurso que pronunció. Frente a los errores cometidos, Obama ha pedido a sus compatriotas retomar a las "verdades" que han hecho a Estados Unidos la nación que es: el trabajo duro, la honestidad, el valor, la justicia, la tolerancia y el patriotismo. Un discurso realista, sin tratar de engañar y sin hacer falsas promesas, tan raro por estos pagos. Ha reconocido la gravedad de la crisis ("Nuestra economía está muy debilitada, como consecuencia de la avaricia y la irresponsabilidad por parte de algunos, pero también por el fracaso colectivo en tomar las decisiones difíciles y preparar a la nación para una nueva era"), y de la guerra en que está inmerso el país, dos adversidades que aquí, ambas, se han negado con inexplicable tozudez. ¿Nos imaginamos, además, también aquí, a un presidente haciendo un llamamiento a la unidad nacional, exaltando la grandeza de la nación española y dando gracias por las tradiciones en las que se funda? Barack Obama lo ha hecho de Estados Unidos. ¿Comprenden por qué siento admiración o sana envidia?

El nuevo presidente de Estados Unidos es todavía una gran incógnita. Y puede que decepcione. Por eso no me hago ilusiones. Pero es esperanzador oírle decir al hombre nuevo, al más poderoso dirigente del planeta: "a todos los pueblos y gobiernos que nos están viendo hoy, desde las mayores capitales al pequeño pueblo donde nació mi padre (Kenia): sabed que Estados Unidos es un amigo de cada nación y cada hombre, mujer y niño que busca un futuro de paz y dignidad, y que estamos listos para ser líderes una vez más". Y para los que tenga oído para oír este clarísimo recado: "A los que se aferran al poder mediante la corrupción y el engaño y silenciando la disensión, sabed que estáis en el lado equivocado de la historia, pero que os extenderemos la mano si estáis dispuestos a abrir el puño".

Yo creo que hay mucho de cristianismo en estas palabras de Obama. No tengo por qué creer que haya –como asegura Juan Manuel de Prada- un componente de religiosidad falsificada en su proclamación. Ni voy a considerarme uno de los que, con discutible gusto, califica en el título de su artículo. Sólo espero, y deseo fuertemente, que Barack Obama sea un buen presidente de los Estados Unidos. Y puesto que ha invocado la ayuda de Dios en su juramento sobre la Biblia de Abraham Lincon, yo también pido a Dios que le ayude. Es mucha la carga que se echa encima y muy complejos los problemas con los que se enfrenta.

 

 

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