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Diario YA


 

“La política es la historia que se está haciendo o se está deshaciendo” H. Bordeaux

¿Importa la calidad o la cantidad de nuestros políticos?

Miguel Massanet Bosch. Viene de viejo, señores, la eterna discusión sobre si los políticos en España son demasiados, si sus emolumentos están desproporcionados o si la formación y la idoneidad de todos ellos es la adecuada para el servicio público al que están destinados a asumir. En España se han venido barajando cifras que, sin embargo, han sido puestas en cuestión, unas veces por exageradas ( 445.568) y otras por no incluir a personas que no siendo electas, sin embargo forman parte del entorno de puestos de trabajo, eventuales o asesores, que en muchas ocasiones pueden llegar a superar en número y coste a aquellos.

Según parece el número de políticos electos, que es el verdaderamente fácil de comprobar, asciende a la cifra de 71.668. Se habla que personas relacionadas directamente con la política llegan a ser, en nuestra nación, 1 por cada 100 personas, algo que, en Alemania, con casi el doble de población que en España, se calcula en 1 por cada 1000. Sin embargo, antes de discutir sobre si tenemos demasiadas personas dedicadas a la política convendría saber si, todas las que han accedido a un cargo público son, en realidad, necesarios para el funcionamiento de las distintas administraciones de las que disponemos en España, la Central y las Autonómicas.

La primera cuestión es si es posible mantener, no sólo por cuestión de costes, sino por efectividad (evitar duplicidad de funciones; disminuir la enorme burocracia que se ha creado en torno a ambas administraciones; darle fluidez a la tramitación de los distintos expedientes; dotarlas de medios adecuados y suprimir prácticas anticuadas y privilegios especiales que no tienen razón de ser, sólo por el hecho de ser funcionario público), que requeriría suprimir una serie de departamentos administrativos que, con las modernas tecnologías, no tendrían razón para seguir existiendo. Cuando hablamos de los políticos electos, estamos haciéndolo en la creencia de que, todos ellos, están en condiciones de llevar a cabo actividades que, verdaderamente, sean o puedan ser beneficiosas para la ciudadanía que los ha elegido. En demasiadas ocasiones venimos confundiendo a meros activistas, a loros callejeros entrenados para repetir eslóganes políticos ante ciudadanos que, en muchos casos, llegan a identificarlos como verdaderos entendidos, capaces de representarlos dignamente.

Por desgracia, los Ada Colau de turno, arribistas que se han creado artificialmente una imagen de defensores de los pobres en contra “de las leyes opresoras del Estado”, verdaderos expertos en la manipulación de las masas, agitadores y defensores del enfrentamiento del pueblo con las instituciones, antisistemas por naturaleza; cuando han conseguido su objetivo, son los primeros en utilizar las instituciones que denostaron en su propio beneficio o para conducir a los infelices que creyeron en sus utopías, como a corderos, al triste destino que les tienen destinado: la opresión dictatorial y la dependencia absoluta del Estado totalitario, que los priva de sus libertades y los somete a la miseria en nombre de la lucha contra el capitalismo.

Ejemplos, la Cuba de los Castro; la Venezuela de Maduro o la Bolivia de Evo Morales, para no citar más que tres ejemplos. Se habla del coste de los políticos y, por desgracia, éste no es el verdadero problema de la clase política. Lo que ocurre es que hay los habituales personajes que pululan dentro de sindicatos, partidos, asociaciones “culturales”, asociaciones de vecinos etc. que están deseando cambiar los tristes sueldos que perciben de sus trabajos, en ocasiones esporádicos, por los que, para ellos, son suculentos emolumentos que les proporciona una concejalía, una oficina de empresa pública o en un trabajo cualquiera de la administración que les proporciona seguridad a cambio de la devoción incondicional al partido al que pertenecen.

Estas personas, cuando son elegidas, no acostumbran a ser más que simples peones, sin personalidad propia y cuya actividad exclusiva consiste en obedecer a aquellos que les indican aquello por lo que deben votar con un “si” o con un “no”, sin que tengan otro cometido más importante al que dedicarse. Por desgracia, esta clase de políticos son los que forman la gran mayoría de las concejalías en ayuntamientos pequeños y grandes, en los que se limitan a vegetar obedeciendo a quienes los han colocado en las listas y cobrando su sueldo mensual. No es, precisamente, el coste de sus salarios, ni tampoco su inutilidad para la función que se les ha asignado; no, señores, es su incapacidad para trabajar con sentido y conocimiento en beneficio de los ciudadanos que los votaron. Todos estamos de acuerdo en que el sueldo del Presidente del gobierno, poco más de 6500 euros al mes o el del presidente del Congreso, unos 14.000 euros al mes, no son desproporcionados; al contrario, en el primer caso, parece ridículo para una persona que asume la ingente tarea de dirigir una nación.

Y es que, señores, es preferible tener bien pagado a alguien cuyo trabajo resulta rentable para el pueblo que a cien paniaguados cuya presencia en la Administración Pública o en las cámaras de representantes, aparte del coste que suponen, no es más que un estorbo y una carga inútil para la colectividad. Pocos y buenos. Los estrictamente necesarios para asegurar la representación de los votantes de las distintas sensibilidades políticas y trabajar con efectividad en la misión que, a cada uno de ellos, se le haya asignado. ¿Hacen falta estas votaciones masivas en el Parlamento y, ya no digamos, en el Senado para decidir sobre algún tema que, generalmente, sólo conocen a fondo unos pocos de los votantes? Resulta ridículo ver como, el jefe de cada grupo político, cuando llega el momento de la votación, alza el brazo enseñando un dedo o dos, según sea el sentido del voto (si o no) que deben obedecer el resto de sus parlamentarios o senadores. Luego cada uno de ellos cobrará sus dietas o sus compensaciones por alojamiento y transporte que, como es natural, perciben aparte del sueldo y la prima por asistir a cada sesión o comité.

Dejando aparte a aquellos que consideran su cargo público como un trampolín para hacer “negocios” ilegales o cobrar sobornos; cuando no se dedican, los que pueden, a aceptar cohechos; que tanto afecta a los más ricos como a los más pobres; el desconocimiento que muchos tienen de los temas sobre los que les compete emitir su opinión o su voto, puede ser verdaderamente nefasto cuando, como ocurre con demasiada frecuencia, se aprueban inversiones, gastos, ayudas etc. que, en definitiva, no vienen a redundar a favor de los ciudadanos sino que forman parte de la propaganda de algunos partidos para perpetuarse en el poder, dejando aparte lo necesario para subvencionar o promocionar aquello que va a ser más aparente y espectacular.

Un ejemplo claro de cómo puede llegar a ser de peligrosa esta cascada de intereses encadenados; ha sido el espectacular caso de prevaricaciones, cohechos, apropiaciones indebidas, despilfarros y demás infamias, perpetrados por sindicalistas, patronos, políticos y grandes jerifaltes del PSOE de Andalucía, a los que la juez Alaya les metió mano y, no se sabe lo que hubiera destapado si “las fuerzas ocultas”, las presiones políticas y los mismos jueces, no hubieran forzado a la cúpula judicial para que fuera apartada del caso la juez Alaya, troceando el expediente para que, finalmente, quede diluido entre una serie de juzgados en los que, posiblemente, todo acabe en agua de borrajas, para escarnio y vergüenza de la verdadera Justicia. O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, la función del político debiera adquirir el rango de una especialidad universitaria, sin la cual debiera de ser imposible que un ciudadano pudiera ser elegido para cualquier cargo público; así como se requiere para ser funcionario de la Administración, que debe someterse a una oposición sin la cual no se puede acceder al cargo de funcionario público.

Otra cosa es que, esta norma, no parece regir para el caso de los eventuales, que se eternizan en sus puestos en perjuicio de aquellos que siendo más capaces se quedan a las puertas a causa de la imposibilidad de acceder a sus puestos. Sería muy sano y conveniente que, esta reforma, que nunca llega, se llevara a cabo para la seguridad y el bien de todos los españoles. No obstante parece que a los gobiernos cuando les toca el turno de hacerla les coge el temor de enfrentarse a tan poderoso colectivo.

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