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Diario YA


 

En la balsa de la Medusa

José Miguel Tenreiro. Hace casi doscientos años, el día 5 de julio de 1816 encallaba frente a las costas de la actual Mauritania la fragata Méduse de la marina francesa cuando, al frente de una expedición de cuatro buques, navegaba rumbo al puerto senegalés de San Luis. El accidente se produjo debido a la incompetencia de su capitán, Vizconde de Chaumereys, designado por favoritismo político pese a no haber navegado en los veinte últimos años. De las 400 personas que iban a bordo, 149 quedaron a la deriva en una balsa construída con los palos de la arboladura del buque y parte de su tablazón. El resto del pasaje, integrado por la oficialidad, el gobernador de la colonia y la aristocracia, fueron transbordados a los únicos seis botes disponibles, insuficientes para todos.

En un primer momento la balsa fue tomada a remolque pero, dado lo pesado de la navegación, al capitán no le tembló la mano para ordenar soltar amarras y abandonar a su suerte a los desdichados. Como se hace en estos casos de bellaquería, también allí se repitieron reiteradamente las falsas promesas de volver a su rescate con la máxima celeridad.
 
Después de trece interminables días y de sufrir toda clase de horrores, un buque de carga localizó casualmente a la balsa con 15 supervivientes. 
 
El suceso ignominioso fue silenciado por la prensa francesa y reproducido por Géricault en un gigantesco lienzo, censurado durante varios años. El cuadro, entendido en su día como una metáfora de la corrupción reinante en la Francia de la Restauración, reproduce las calamidades por las que ha tenido que pasar aquella multitud burlada : la muerte, la desesperación, la resignación y la esperanza, representada esta última por unos jóvenes que agitan unos harapos en dirección al horizonte donde creen vislumbrar el mástil de un buque salvador.
 
Veintisiete años antes de este vergonzoso episodio, en abril de 1789 el capitán Bligh y dieciocho fieles subordinados, también eran abandonados en un pequeño bote de 7 metros de eslora, en la Polinesia, por los amotinados tripulantes de la Bounty, de la armada británica. Con escasas provisiones y los imprescindibles instrumentos náuticos llevaron a cabo una travesía de 3.618 millas -6.700 km- hasta la isla de Timor, a donde llegaron en la fecha estimada, tras 46 días de navegación.
 
Estos dos episodios marítimos aunque próximos en el tiempo, tienen entre sí notables diferencias. En el cuadro de Gericault se aprecia al primer golpe de vista la ausencia de alguna persona que ejerciese la función de dirección en aquel caos de muerte y desesperación, pues ha sido precisamente la ausencia de un líder con un mínimo de sentido común lo que hubiese evitado tamaña tragedia.
 
Todo en la balsa ha sido un despropósito de principio a fin. Desde el embarque de 149 personas apiñadas en una inestable plataforma de ciento cuarenta metros cuadrados vagando por el mar durante trece interminables días, cuando lo sensato hubiese sido retornar al buque varado y construir una o dos balsas más y así, en mejores condiciones de navegabilidad, poder cruzar los escasos 60 km que les separaban de la costa, en un máximo de cuarenta y ocho horas. Tan cerca y tan lejos estaban de la salvación, pero el caos y el desconcierto reinantes les impedían tomar cualquier determinación.
 
Distinta fue la situación en el bote del capitán Bligh donde, pese a sus reducidas dimensiones, todos los tripulantes se sintieron cómodos y seguros guardando el mismo orden y disciplina como si navegasen en un buque de gran porte. No es de extrañar quisieran acompañar a su capitán diez tripulantes más que, bien a su pesar, hubieron de seguir la suerte de los amotinados que, sintiéndose liberados, no dudaron en retornar a Tahití seducidos por el encanto de las sirenas que atrás habían quedado. Y como en los tiempos de Ulises, la mayoría habría de perecer a manos de los nativos y tres de ellos, localizados por la armada británica, conducidos a Inglaterra donde fueron ahorcados.
 
La balsa de la Medusa, sobrecargada con 149 infelices y a 37 millas de la costa, sin nadie que ejerciese el mando con efectividad, no consiguió jamás llegar a tierra, muriendo en el más absoluto abandono y desesperación el noventa por ciento de sus náufragos. 
 
En la barca del capitán Bligh, durante una de las mayores travesías de la historia en un bote abierto, no ha perecido más que uno solo de sus tripulantes en un encuentro con los aborígenes de una isla a donde habían recalado para abastecerse de agua.
 
" Tú que dispones de cielo y mar, haces la calma y la tempestad . . . . . "
 
 
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