
Tomás Salas. Pocas palabras tienen un uso tan frecuente como “democracia” y sus derivados; y este uso y abuso proviene, precisamente, de su prestigio, casi sin competencia entre los términos que definen realidades políticas y sociales. “Democracia -escribe Rafael del Águila- es una de las pocas ´buenas palabras´ que existen en el vocabulario político”. En esto parece todo el mundo estar de acuerdo. Basta con calificar a alguien de “democrático” para que sea valorado positivamente; y basta adosar este calificativo a un nombre, sea el que sea, para que éste adquiera, como por arte de magia, una virtud indiscutible. Sin embargo, esta generalización, este uso ambivalente y siempre connotado positivamente, tiene la contraprestación de la inexactitud y el tópico. Esto es: usar este nombre en vano. No hay ninguna palabra en el léxico político (y habrá pocas en el léxico en general) que sea usada más veces de forma gratuita y oscurecedora; que sirva de comodín para designar las más diversas realidades; pocas palabras habrá sobre las que pese una mayor costra de tópicos que la constriñen y que hacen que su significado, tan rico histórica y conceptualmente, quede vacío y se convierta en un formulismo huero.
Ahora bien, creo que democracia tiene esencialmente un carácter jurídico-formal. Por lo mismo me resulta sospechoso el discurso de los "valores democráticos", tan querido a la izquierda intelectual (Habermas, Arendt…). Repito someramente mi argumento: la democracia es un mecanismo para que distintas opciones (políticas, religiosas, morales) se articulen mediante normas, siguiendo unas reglas de juego. En este sentido, es más forma que sustancia. Se puede ser demócrata y de derechas o izquierdas, ateo o creyente, casto o promiscuo. Igualmente se puede ser antidemócrata con todos estos apellidos. Por ello en la democracia las formas, los ritos, las fórmulas, el respetos a las normas son tan importantes.
Ahora bien, este formalismo jurídico-político no puede llevarnos a un equívoco peligroso: pensar que la moral es un asunto indiferente, un personaje no invitado en este teatro. Esta creencia puede conducir a que cada cual actúe sin principios, acogiéndose simplemente a la vigilancia del aparato judicial y buscando, aunque sea fraudulentamente, el beneficio propio o del grupo (partido, clan, aparato), que, a fin de cuentas, son lo mismo. Esto -lo hemos comprobado en más de una ocasión- conduce al desastre y a que el sistema haga agua por todos sus poros.
Porque, si la democracia es la forma, la sustancia que se asocia a ella, su conteni-do es la conducta humana actuando para los demás según unos principios; esto es, la moral. Sin moral no hay cosa pública ("res publica" en su sentido antiguo), y mucho menos democracia (una forma reciente y rara de "res publica", más compleja y, por lo tanto, más delicada) que funcione. Si falta la moral, si la inmo-ralidad y la corrupción campan por sus respetos y se convierten en una vigencia social aceptada por la mayoría (“todos son iguales, esto es inevitable…"), este tinglado tiene la consistencia de una carcasa hueca y se viene abajo como un cas-tillo de naipes.
Porque no puede haber forma sin sustancia.