
La Lupa del YA. Los griegos, padres de la democracia, -término nacido en la Atenas del siglo V antes de Cristo y derivado las palabras δῆμος [démos] traducible como ‘pueblo’ y κράτος [krátos] que puede traducirse como ‘poder’ o ‘gobierno’- entendieron desde el principio que la democracia no debía sacralizarse o aplicarse radicalmente, porque podría devenir en oclocracia o gobierno de la muchedumbre que, según Aristóteles es una de las tres formas específicas de degeneración[] de la “politeia”, término no traducible al español pero que podemos interpretar como “democracia moderada” frente a lo que, absolutizando el poder del pueblo, implicaría la tiranía de la muchedumbre o masa.
Así, tanto Aristóteles como Platón consideran que el fin de la sociedad y del Estado es garantizar el bien supremo de los hombres, su vida moral e intelectual; la realización de la vida moral tiene lugar en la sociedad, por lo que el fin de la sociedad, y del Estado por consiguiente, ha de ser garantizarla. De ahí que tanto uno como otro consideren injusto todo Estado que se olvide de este fin supremo y que vele más por sus propios intereses que por los de la sociedad en su conjunto; y de ahí también la necesidad de que un Estado sea capaz de establecer leyes justas, es decir, leyes encaminadas a garantizar la consecución de su fin. Las relaciones que se establecen entre los individuos en una sociedad serían, pues, relaciones naturales.
Siglos después, Tomás de Aquino entendió que existe una Ley eterna o “razón” que lo gobierna todo y se halla en la mente divina. Y, como a Dios no se le puede conocer de modo absoluto sino por analogía, esta Ley natural viene a ser el reflejo de la Ley eterna en la razón humana. Y esta Ley natural inclina al ser humano a la realización del bien propio según su naturaleza de animal racional, lo que implica la conservación de la vida, su continuación a través de la procreación, el conocimiento de la Verdad así como la convivencia en sociedad.
Ahora bien, para Santo Tomás, además de la Ley natural, existen la Ley divina, que encamina al hombre a lograr su fin sobrenatural, y la Ley humana, que es la creada por los hombres y mediante la cual se establece el ordenamiento de las cosas que son objeto de la Ley natural.
En virtud de todo esto, el poder que se ejerce a través de la acción política ha de ser orientado y limitado a fin de que el Estado promueva las condiciones materiales y espirituales que permitan a todos y a cada uno de los miembros de la sociedad su realización íntegra como persona. Y a este conjunto de condiciones es lo que se denomina “Bien común”.
De esta forma, los derechos naturales, es decir, los principios de respeto a la Ley y a la dignidad de la persona, no sólo deben actuar como límite al poder político y a la democracia, sino también deben ser el fundamento de los sistemas políticos, ya que sin ellos resultaría imposible garantizar una convivencia pacífica.
Sin estos principios impuestos por la Ley natural o reflejo de la Ley de Dios, la democracia, cuyo valor esencial es la tolerancia y el respeto a las diferencias, se transforma –y actualmente estamos siendo testigos, porque lo vemos y padecemos en nuestro entorno inmediato- en una “hiperdemocracia” u “oclocracia” es decir, una tiranía popular de la mayoría, al más puro estilo rousseauniano según lo postulado en El contrato social, cuyo resultado es el rechazo, el odio, la marginación o la negación de todo aquello que no se conforme con lo establecido mayoritariamente por el voluntarismo sociológico.
Por ello, al acudir a las urnas, conviene recodar que, como dijo A. Tournier, “entre las personas honestas las promesas son consideradas como deudas, y entre los políticos son cebos” y, sin dejarnos embaucar por cantos de sirena, al mismo tiempo, reflexionar sobre cómo la absolutización de la democracia nos ha conducido a la conculcación por gobiernos constitucional y formalmente democráticos tanto de la misma existencia de Dios, cuanto, en consecuencia, de derechos naturales como los que atañen a la vida, la familia o la justicia social… y recordar las palabras de John Morley: “Los que estudian separadamente la política y la moral no llegarán a comprender nunca ni la una ni la otra”.