
Francisco J. Carballo. El pasado 15 de enero falleció en Madrid Manuel Fraga Iribarne. Diplomático en Londres (1973-1975), catedrático de universidad (fue profesor de teoría del Estado y Derecho Político en la facultad de Ciencias Políticas de la UCM), dos veces ministro (ministro de Información y Turismo (1962-1969), y ministro de Gobernación entre 1976-1977), padre de la Constitución (1977-1978), eurodiputado (1987-1989), presidente de la Xunta de Galicia (1990-2005), y senador por Galicia (2006-2011). Ha escrito más de 80 libros…
Su talento y capacidad de trabajo están fuera de toda duda. También es indiscutible su capacidad, casi artística, para mantenerse en el poder durante más de medio siglo bajo regímenes políticos antagónicos. Tal metamorfosis le han granjeado fundadas acusaciones de oportunismo y de ambición política.
Muchos de sus enemigos en la izquierda y en el nacionalismo le afean desagradecidos su pasado político. En realidad, a don Manuel y a la derecha liberal que destruyó la dictadura militar del 18 de Julio se debe que la izquierda y el nacionalismo gocen hoy de los derechos de gobierno que perdieron en una guerra.
Sea como fuere, en Manuel Fraga destacan tres acontecimientos vitales que retratan su coherencia cristiana, siempre discutida y de la que don Manuel hizo gala con frecuencia. Precisamente, el señor cardenal don Antonio María Rouco ha destacado este aspecto de su personalidad.
En primer lugar, su paso por el ministerio de Información y Turismo está considerado como un antecedente de la llamada apertura democrática. Fraga hizo posible una nueva Ley de Prensa que eliminó la censura previa en publicaciones y espectáculos. Esta ley, naturalmente, fue bien recibida por los amantes de la libertad ilimitada, pero fue un retroceso importante en las exigencias del Bien común. El benemérito padre José Ricart Torrens, en su biografía del no menos benemérito padre jesuita don Jaime Piulachs, cuenta como éste no quiso aceptar la presencia del ministro Fraga Iribarne en la inauguración de unos ejercicios espirituales en Barcelona, pese a todos los beneficios que ello podría suponer para sus muchos y santos proyectos, porque consideraba al ministro causante de grandes males espirituales a innumerables almas, por su Ley de Prensa y por el permisivismo que ésta suponía en la inmoralidad de publicaciones y espectáculos.
En segundo lugar, Manuel Fraga ha sido padre de la Constitución de 1978. Si tenemos en cuenta las palabras de san Mateo: “Por sus obras les conoceréis” (Mt. 7, 16), que son palabras de Dios, el balance, desde un punto de vista cristiano y 35 años después de la aprobación en referéndum de la Constitución de 1978, es desolador. Ha sido una contribución decisiva a la descristianización de España. La Constitución de 1978 fue la lógica y esperada consecuencia de la Ley para la Reforma Política, que proclamaba la soberanía ilimitada del pueblo. Una Constitución digna y moralmente válida debería salvaguardar como inviolables algunos valores y derechos, como lo hacían las Leyes Fundamentales recién derogadas. El texto constitucional suprimió toda referencia a Dios y a la inspiración cristiana de la sociedad, estableció la neutralidad de la ley respecto a la dignidad del hombre y su vocación sobrenatural, despreció a la Tradición histórica de España y a su realidad sociológica, e infestó el Derecho positivo de una moralidad indefinida y de una calculada ambigüedad en la invocación a valores superiores.
Las Leyes Fundamentales, hasta el momento vigentes, consagraban la Ley de Dios como inspiración de las leyes civiles y las acciones de gobierno, según ha mandado siempre la Iglesia católica. Esta realidad jurídica juró defenderla Manuel Fraga ante un crucifijo y con la mano sobre la Sagrada Escritura.
De casi setenta obispos, nueve enseñaron que el proyecto constitucional era ambiguo, que los principios morales no estaban bien definidos, que los principios superiores eran ambivalentes, que no se descartaba la posibilidad del divorcio, que se ignoraba la función positiva, no sólo permisiva, del gobierno en orden a la moral y la religión, al tiempo que se excluía al pueblo de su libre voluntad en torno a muchas disposiciones frente a los abusos oligárquicos.
En nombre de la convivencia plural, de la paz y del diálogo, valores estimables, pero no absolutos, fueron subordinados otros valores superiores como la dignidad del hombre, la justicia o el sagrado derecho de los niños a conocer y amar a Dios en la escuela (cfr. Concilio Vaticano II. “Gravissimus Educationis”, 1). Y el cieno irrumpió en los hogares para corrosión de los criterios cristianos.
No puede negarse que el Estado cristiano que sobrevino a la Guerra Civil tenía muchos defectos. Algunos eran muy graves. Desde la falta de soberanía política real de los cuerpos intermedios hasta la insuficiente política social que llegaba al incumplimiento de sus propios postulados sociales, recogidos en aquel monumento revolucionario a la Doctrina Social de la Iglesia promulgado en 1938: el Fuero del Trabajo. Esta historia nos recuerda al “Ancien régime”, lleno de corruptelas e injusticias, vicios y tradiciones insalubres. Pese a todo ello, conservaba el secreto de un futuro mejor. Estaba edificado sobre la Piedra Angular, y muchas de sus limitaciones estaban acompañadas de leyes y costumbres necesarias para el Bien común. La Revolución Francesa no reformó el viejo edificio, cuyos pilares son necesarios para una vida social justa y libre, sino que destruyó la Piedra Angular. El fracaso estaba servido y ya era inevitable.
No es admisible la colaboración activa de un cristiano en la destrucción de un Estado cristiano. Don Manuel no quiso perfeccionarlo, según las disposiciones del Concilio: “El ejercicio de la autoridad política, así en la comunidad en cuanto tal como en las instituciones representativas, debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral para procurar el bien común” (CONCILIO VATICANO II. GAUDIUM ET SPES, 74). Don Manuel participó en la destrucción de lo bueno heredado del pasado, y contribuyó a conservar lo peor de esa herencia. No pidió don Manuel que el nuevo régimen implantase jurídicamente la participación de los obreros en los beneficios de la empresa, el salario justo, o el acceso de los obreros a la propiedad de la empresa, tal y como reclama la Doctrina Social de la Iglesia, sino que coadyuvó a la llegada de un nuevo régimen político que desdeña la legitimidad de ejercicio, y donde el origen del poder no está en la Verdad sino en la opinión y el sufragio.
Es una época embriagada de inmanentismo, de voluntarismo jurídico y de un humanismo pseudocristiano donde Cristo ya no es el Señor.
Don Manuel se sincera en una de sus últimas entrevistas. La participación de no pocos católicos en la génesis y desarrollo de este proyecto constitucional ateo, se justificaba en la confianza ingenua e interesada en una victoria electoral en una España de mayoría sociológica cristiana. Por eso, no pocos miembros del Episcopado español acogieron la promesa de dar debida orientación a la ambigüedad constitucional en asuntos relevantes, promesa por supuesto que estaba subordinada a su permanencia en el poder. Cuando los cálculos electorales fallaron, y fuerzas abiertamente anticristianas ganaron las elecciones, la ambigüedad constitucional se decantó hacia la laicidad, y desde ésta, fácilmente se deslizó hacia el laicismo. La experiencia fracasada de la Constitución de 1812 volvía repetirse. España y su Estado eran cristianos, al tiempo que se proclamaba la soberanía nacional. Cuando ésta votó en contra de las mejores tradiciones, España y su Estado dejaron de ser católicos, para ser inevitablemente anticatólicos.
La desobediencia de la inmensa mayoría de los católicos, no pocos eclesiásticos incluidos, hacia la Doctrina Social de la Iglesia, es proverbial. Dice Juan Pablo II que la Iglesia aprecia el sistema democrático en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en el control del poder (Cfr. Juan Pablo II. CENTESIMUS ANNUS, 46). Pero sólo es posible la democracia sobre la base de una recta concepción de la persona humana (Cfr. Juan Pablo II. EVANGELIUM VITAE, 101). No hay democracia posible sin valores (Ibidem, 70 y 71), porque una democracia sin valores es totalitarismo (Cfr. Juan Pablo II. VERITATIS SPLENDOR, 101). Las “normas morales universales” son fundamento de la verdadera democracia (Ibidem, 96). Un derecho originario no depende de la voluntad de la mayoría (Cfr. EVANGELIUM VITAE, 20). La moral no puede depender del procedimiento (reglas o formas) en una democracia representativa (Cfr. VERITATIS SPLENDOR, 113). La democracia no es expresión de la voluntad popular o general en materia moral (Cfr. EVANGELIUM VITAE, 67-70). Su carácter moral depende de su conformidad con la Ley Natural. Su valor como ordenamiento depende de los valores que encarna. El fundamento de la ley civil es la Ley Natural (Ibidem, 70). Las leyes de la democracia no obligan en conciencia cuando contradicen la Ley moral (Ibidem, 72). Jamás las autoridades civiles pueden transgredir los derechos inalienables y fundamentales de la persona (Cfr. VERITATIS SPLENDOR, 97).
El Catecismo de 1992 no es menos claro al respecto. La autoridad no saca de sí misma su legitimidad moral (CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 1902). Sólo es legítima si busca el Bien común (Ibidem, 1903). La voluntad arbitraria de los hombres no es soberana (Ibidem, 1904). La diversidad de regímenes políticos sólo es admisible si promueve el Bien común, que es imposible -y esto es muy importante- sin respeto a la Ley Natural (Ibidem, 1901). La ley injusta no obliga (Ibidem, 2242), aunque sea democrática. El poder político está obligado con la dignidad del hombre (Ibidem, 2237). Otro tanto podemos encontrar en el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia (Cfr. COMPENDIO DE LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA, 406-407).
Finalmente, Benedicto XVI habla de la justicia como medida y misión de la política, pero -añade- la justicia no es posible sin una recta moral, sin el Derecho Natural, sin la ética, sin la razón iluminada por la fe, sin el amor de Dios (Cfr. Benedicto XVI. DEUS CARITAS EST, 28).
¿Tienen alguna relación estas enseñanzas con el espíritu de la Transición política y con el contenido de la Constitución de 1978?.
Finalmente, Manuel Fraga es fundador del Partido Popular y de su antecedente, Alianza Popular. Cuenta el padre Domingo Muelas, historiador y secretario, durante más de veinte años, del ilustre obispo de Cuenca (1973-1996) don José Guerra Campos, que éste reconoció a Fraga su confesión de fe cristiana, pero añadió sin embargo que su partido no era cristiano.
El Partido Popular ha sido fiel al peor liberalismo conservador. No pelea ni en el parlamento ni en la calle ninguna de las batallas que pierde en los tribunales o en la lógica parlamentaria. No deroga habitualmente las principales leyes del rival político, aunque sabe que son injustas, porque teme reacciones hostiles en un electorado acostumbrado a la mesura, la moderación y la tolerancia, eficaces instrumentos para conservar nuestro interés y comodidad. No cree en nada. Y los valores que dice representar no implican una fe operativa, si la tiene, que -en todo caso- está subordinada a la ambición de poder. Por eso, ha gozado de mayoría absoluta con José María Aznar y no sólo no derogó la ley del aborto sino que promulgó una ley permisiva con la píldora abortiva, y mantuvo viva la ley del divorcio. Financió con dinero público espectáculos denigrantes, el reparto gratuito de anticonceptivos, fecundaciones in vitro… e innumerables actividades y grupos que fomentan la corrupción de las costumbres. Fue pionero en las legalizaciones de las uniones homosexuales. Mantuvo en sus puestos a numerosos dirigentes del partido con graves pecados públicos… Hizo coaliciones de gobierno con partidos separatistas y abiertamente anticonstitucionales. Y consolidó una economía individualista donde el trabajo es una mercancía y el dinero, causa instrumental, tiene todos los privilegios en la propiedad y en los beneficios que genera la actividad productiva, en profunda negación de las enseñanzas sociales de la Iglesia desde Rerum Novarum, y especialmente desde Laborem Exercens de Juan Pablo II.
¿Ha sido Manuel Fraga Iribarne un político cristiano?