
Manuel Parra Celaya. Mantengo la promesa hecha al lector de no escribir de política en estas fechas de Navidad ni contribuir, por supuesto, a la sucia tarea de ese ventilador de detritus que todos los partidos mantienen a la máxima potencia para desprestigiar al adversario, en lugar de trabajar por el bien común. Pero, como tampoco quiero vivir estos días encerrado en una idílica urna, noto que la actualidad me sigue golpeando en las sienes del corazón cada vez que abro un periódico o me asomo a un telediario: inevitable.
Al modo de Borges, mi refugio es mi copiosa biblioteca -que tengo que ordenar un año de estos-; y, en un fugaz y fracasado intento de recolocar unos libros cuya posición desafiaba la ley de la impenetrabilidad de los sólidos y, casi, la de la gravedad, ha caído (nunca mejor dicho) en mis manos una obrita que leí hace muchos, muchos años, y que tenía olvidada. El libro en cuestión se llama Rodrigo (como mi tercer hijo); su subtítulo, Defensa de la primavera, y su autor es Luis del Río Sanz; está publicado en 1959, pero mi lectura y deleite calculo que fue allá por el 1965, cuando un servidor dormía bajo las lonas de los Campamentos del Frente de Juventudes-
Acaricié mi recuperado Rodrigo con la sensación agridulce con que uno se reencuentra con una antigua novia para la que, inevitablemente, no han pasado los años en balde pero cuya presencia provoca punzadas en el recuerdo de lo que pudo haber sido y no fue. Así estaba, digo, con el libro cuando, al abrirlo al azar, leí una historia, a modo de anexo al argumento, que trata del Benavides y que procede de un artículo que el autor publicó en el diario Córdoba el 6 de enero de 1959; por algo el cuentecillo se llama La Epifanía del Benavides.
Transcribo, con permiso del paciente lector, la presentación del personaje que hace Luis del Río Sanz: El Benavides no era ni senador, ni banquero, ni diputado. El Benavides no era ni siquiera dueño de una cafetería. El Benavides era un legionario gallego que antes de morir fue muchas cosas en su vida. Fue estudiante de cura, cazador furtivo, poeta, novillero, escultor y hasta me parece que, por tres o cuatro veces, polizón de varios barcos que hacían las Américas. El Benavides tenía cara de pirata y corazón de arcángel. Tenía, también, un dulce aire de doncel antiguo, un generoso aire soñador que encandilaba el corazón de las mujeres. Al tío se le quedaban muertas nada más mirarlas. La que resistía la prueba quedaba ya sin genio de por vida. Vamos, perita en dulce para los restos. El Benavides, además de enamorar a las mujeres a salto de mata, era un fabuloso jugador de mus que salvó, en más de una ocasión, de la muerte por aburrimiento a sus más íntimos camaradas de chabola. El Benavides era un fenómeno, uno de esos tremendos ejemplares humanos que lo mismo se gana la Laureada que el pelotón de fusilamiento.
Sin acabar la lectura, mi imaginación salta a la actualidad y pienso en un genial autor de éxito de nuestros días: Arturo Pérez Reverte, porque parece, mutatis mutandis, que el personaje ha salido de su pluma; en todo caso, merece figurar junto a Alatriste y sus compañeros del Tercio Viejo. No sé si don Arturo conoce el Rodrigo y al Benavides, pero, si por un acaso se asoma a estas líneas de un aficionado, le recomiendo la lectura de todo corazón.
¿Quieren ustedes saber cómo termina la historia del Benavides? Con mucho gusto. Pues resulta que, en palabras de su creador, voló a la eternidad el 6 de enero de 1938, concretamente en la batalla de Teruel; porque se había empeñado en hacer un nacimiento, con figuras de nieve, a cincuenta metros de la trinchera enemiga: Durante su cuarto de guardia dio vida a San José y al asno. Con los cuartos restantes, que le regalaron amorosamente sus camaradas de escuadra, de sus manos nacieron la Virgen y luego la vaca, y después un pesebre con la corteza de un abedul cercano. El Niño fue el último en salir de las manos de aquel celta bravío que se llamó Benavides. Terminándolo estaba ya, cuando una ráfaga enemiga cruzó la tarde de la Epifanía.
Ya saben el final. Luis del Río Sanz nos dice que palmó como un cruzado de rompe y rasga, como un bendito franciscano, porque más allá de su tremenda pasión por las venteras del camino, nacía de sus ojos un lejano eco místico, entrañable, abrumador. Yo no sé si esta historia la entenderían muchos de mis antiguos alumnos y muchos de los actuales jóvenes de España. Aspiro a que la entiendan, por lo menos, mis hijos. Seguro que la entendería don Arturo Pérez Reverte, tras de cuyo amargo y escéptico patriotismo estoy convencido de que se esconde un alma capaz de entender a todos los Benavides de España, que seguirían siendo capaces de jugarse el pellejo para alabar a un Dios que perdona con indulgencia los pecados, porque, ante todo, es Padre. De esto último estoy todavía más convencido, y, para muestra, el hecho maravilloso que los cristianos, pecadores y juerguistas como el Benavides,celebramos en estos días de la Navidad: Dios, hecho carne, puso su tienda entre nosotros. Ni más ni menos que como lo hacía un servidor cuando leyó, por primera vez, la historia del Benavides.