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José Luis Orella: El ajedrez ucraniano

 

 

Ucrania se desliza hacia la división social. Finalmente ha quedado claro que el rechazo al acuerdo con la UE, en realidad escondía una nueva revolución. (El ajedrez ucraniano)

 

 

junto con Santo Domingo Savio y los dos pastorcillos de Fátima

Laura Vicuña, uno de los cuatro niños que han subido a los altares como confesores

Javier Paredes. La protagonista del día es la beata Laura Vicuña, uno de los cuatro niños que han subido a los altares como confesores, junto con Santo Domingo Savio y los dos pastorcillos de Fátima. Laura Vicuña nació  en Santiago de Chile el 5 de abril de 1891 y murió en Junín de los Andes (Argentina) el 22 de enero de 1904. Laura Vicuña fue declarada Venerable el 5 de junio de 198 y proclamada Beata por Juan Pablo II en I Becchi (Turín) el 3 de septiembre de 1988. Sus restos se veneran en la capilla de las Hijas de María Auxiliadora de Bahía Blanca (Argentina).

Desde hace años investigo y escribo sobre los niños declarados santos o que están en proceso de beatificación. La vida de Laura Vicuña fue una de las primeras que investigué y forma parte de uno de los tres capítulos de mi libros titulado “Santos de pantalón corto”, cuya segunda edición acaba de publicar la editorial San Román.

Estas son las dos primeras páginas del capítulo en el que se describe la impresionante y ejmplar vida de Laura Vicuña:

 “Hace ya dos años que don Augusto Crestanello dirige a Laura Vicuña. Puntualmente, cada semana, le abre su corazón y le obedece con docilidad asombrosa. Su sinceridad es cristalina y el confesor conoce a la niña perfectamente. Y un día de abril o mayo de 1902, sin que se pueda precisar más la fecha, Laura espera su turno ante el confesonario. Tiene once años recién cumplidos. La colegiala comienza por contarle toda una serie de circunstancias de su vida de sobra conocidas por el sacerdote, que por el tono de su voz las juzga como el preámbulo de alguna novedad importante. Y en efecto, directa y sin rodeos, por fin se lo ha contado todo. El rostro del confesor se cubre de una solemne gravedad por lo que acaba de oír. A pesar de su experiencia, se ha quedado tan impresionado que no sabe qué responder y emplaza a la penitente para dentro de unos días. La niña regresa a su banco sin resolver su problema.

Don Augusto permanece inmóvil en el confesonario. Reflexiona y reza por ella, mientras prosigue la misa en la capilla del colegio salesiano de Junín de los Andes de la Patagonia argentina. No puede dar crédito a lo que le acaba de escuchar, pues aquello le parece una locura y, según lo piensa ahora, esboza una sonrisa debido a una asociación de ideas, porque alguna de sus compañeras a Laura la ha apodado “la loca”. Por lo que la conoce y por sus circunstancias familiares comprende que se pueda enajenar el juicio. Pero no, no hay tiempo que perder  explicándose el pasado, porque lo apremiante es encarar el futuro y encontrar la respuesta adecuada a esa locura. Sin embargo, es evidente que no hay más remedio que volver a los antecedentes de Laura que le han llevado a eso, para dar con la fórmula que evite una catástrofe. Y nadie como él para acertar, porque don Augusto es un sacerdote de una profunda vida interior y un experimentado guía de almas. Tiene ahora cuarenta años y es de los primeros salesianos, pues ingresó en la Congregación en 1888 en Turín, pocos meses después de morir don Bosco. No hay más remedio que reconstruir cuidadosamente la vida de Laura por si en alguna de sus etapas se le enciende la luz de la esperanza y... También, debe cambiar la cara, para no dar ni una pista de lo que sabe, porque la confesión de Laura está protegida por el sigilo del sacramento.