José Mª García De Tuñón Aza. En el año 1994, las monjas Benedictinas, del Monasterio San Pelayo de Oviedo, publicaron un libro en el que colaboraban varios autores. Uno de ellos fue Manuel Fernández Avello que había sido cronista de la capital del Principado de Asturias y que, bajo el título de «Oviedo y el Monasterio de San Pelayo», narra hechos históricos que se remontan a la Alta Edad Media y que, según una antigua tradición, es fundado por el rey Alfonso II el Casto (791-842), bajo el nombre de San Juan Bautista, aunque será a finales del siglo X cuando tome la titularidad de San Pelayo al acoger el cuerpo santo del Mártir.
Fernández Avello, cuando va acercándose al final de su historia no puede olvidar las vicisitudes por las que pasó el Monasterio y sus moradoras, las monjas, en el año 1934 cuando se produjo la Revolución de Asturias, es decir, en el momento en que unos españoles se levantaron contra la democrática II República y que Oviedo fue la capital que más sufrió las consecuencias. Cuenta asimismo, que las monjas no perdieron un solo día en dar los primeros pasos a favor de la recuperación de las Reliquias y el Archivo, salvado éste por la intervención de una de ellas y varios familiares que habían acudido en su ayuda, con peligro de sus vidas, lanzando los tesoros documentales bibliográficos hacia quienes estaban en lugares más seguros. En la salvación de las reliquias de San Pelayo participó el falangista Ángel Alcázar de Velasco, según él mismo narra en una carta que escribió el 19 de enero de 1996 a la abadesa María Teresa Álvarez Palacios, después de ver un programa en televisión dedicado a las monjas de este Monasterio.
Años más tarde, las Benedictinas fundan en 1983 el Monasterio de la Asunción de Santa María en la localidad de Mendoza de Rengo (Chile), siendo la primera superiora la ovetense hermana Isabel Arias. Con motivo de cumplirse los 25 años de historia del convento, las monjas editan un libro, que escribe el sacerdote asturiano Francisco Javier Fernández Conde, doctor en Historia y muy próximo a los postulados de la teología de la liberación, que dirigió el Seminario de Oviedo durante la transición a la democracia abriendo sus puertas a los políticos, «entre ellos el comunista Horacio Fernández Inguanzo, y se vio que no comía curas», según declaró un día en la prensa. Pero lo que no declaró ningún día es que los comunistas y demás ralea, efectivamente, no «comieron», léxico que me parece poco afortunado, a ningún cura sino que durante la Guerra Civil asesinaron a 6.832 personas consagradas a Dios en todo el territorio republicano, de los cuales 13 eran obispos, 4.184 del clero secular, incluidos seminaristas, 2.365 religiosos y 283 religiosas. Sin contar a los civiles asesinados por ir a misa o llevar colgada en su cuello una medalla de la Virgen o la Cruz de Cristo. No olvidemos tampoco, que no hace tantos días una profesora del Colegio Salesiano María Auxiliadora de Mérida ha resultado herida tras el asalto protagonizado por jóvenes que forzaron el acceso al centro educativo para recorrer los pasillos, en plena jornada lectiva, al grito de «dónde están los curas que los vamos a quemar».
Fernández Conde, como ya he repetido, escribe el libro que editaron las Benedictinas chilenas y, entre otras cosas, dice en la página 29: «La revolución de 1934, especialmente virulenta en Oviedo, causó daños muy graves en el imponente complejo monástico de San Pelayo, lugar de alto valor estratégico para dominar la ciudad antigua. Los bombardeos de la aviación [republicana] dañaron gravemente las estructuras de la fábrica monástica, y la comunidad benedictina, bien tratada por las tropas revolucionarias, tiene que abandonar su vieja y venerada casa para emprender durante tres años una dolorosa peregrinación». Bien, lo que no dice es que los que ocuparon, con la fuerza de sus armas, el monasterio, o sea, los revolucionarios, quemaron todo el interior de la iglesia del convento, donde, como pieza de gran valor artístico, estaba la sillería del Coro que quedó totalmente calcinada, así como cuadros y tallas de enorme valor, etc. Esto no lo cuenta Fernández Conde en el libro. Así, pues, sólo ha dejado escrito media verdad que a veces es peor que una mentira.