
Fco. Jesús Carballo. Se cumple el próximo 19 de marzo el 75 aniversario de la publicación Divini Redemptoris, la famosa encíclica de Pío XI sobre el “el comunismo ateo” que ha pasado a la historia como el documento pontificio que define al comunismo como “intrínsecamente malo” (60).
Pero el texto, de permanente actualidad, no se detiene únicamente en la condena del marxismo, y esto es más que interesante, sino en la responsabilidad que los ricos, del Estado liberal y de la injusticia social en la llegada desesperada de las masas al materialismo comunista: “El liberalismo ha preparado el camino al comunismo” (16), dice el Papa; un liberalismo que califica como amoral (31).
Si la derecha que tantas veces ha repetido que “no odia a los comunistas pero que es visceralmente anticomunista”, no tomó nota en 1937 de la responsabilidad del liberalismo en la llegada del comunismo, menos aún lo hará ahora, cuando el fracaso económico y moral del llamado socialismo real parece dejarnos a la intemperie, condenados a soportar sin alternativa el llamado menos malo de los sistemas políticos y económicos conocidos.
Habla el Papa de “un tiempo como el nuestro, en el que por la defectuosa distribución de los bienes de este mundo se ha producido una miseria general hasta ahora desconocida” (8). Denuncia el Papa una moral económica de lucro incesante con el único objetivo de la acumulación: hay una “innumerable muchedumbre de necesitados que, por diversas causas, ajenas totalmente a su voluntad, se hallan oprimidos realmente por una extremada miseria, y vemos, por otra parte, a tantos hombres que, sin moderación alguna, gastan enormes sumas en diversiones y cosas totalmente inútiles” (47).
Añade que el éxito del comunismo nace del “pretexto de querer solamente mejorar la situación de las clases trabajadoras, suprimir los abusos reales producidos por la economía liberal y obtener una más justa distribución de los bienes terrenos, y aprovechando principalmente la actual crisis económica mundial”. Y es que, “todo error tiene siempre una parte de verdad” (15). Continúa diciendo que “estas masas obreras estaban ya preparadas para ello por el miserable abandono religioso y moral a que las había reducido en la teoría y en la práctica la economía liberal (…) ¿Puede resultar extraño que en un mundo tan hondamente descristianizado se desborde el oleaje del error comunista” (16). Sin duda, “no habría socialismo ni comunismo si los gobernantes de los pueblos no hubieran despreciado las enseñanzas y las maternales advertencias de la Iglesia; pero los gobiernos prefirieron construir sobre las bases del liberalismo y del laicismo otras estructuras sociales, que, aunque a primera vista parecían presentar un aspecto firme y grandioso, han demostrado bien pronto, sin embargo, su carencia de sólidos fundamentos, por lo que una tras otra han ido derrumbándose miserablemente, como tiene que derrumbarse necesariamente todo lo que no se apoya sobre la única piedra angular que es Jesucristo” (38). Los más pobres, desesperados, son las más fáciles victimas del comunismo (64), los más propensos al engaño y la manipulación (60).
No deja el Papa de recordar a los ricos que Dios les pedirá cuentas de la administración de sus riquezas, que vienen de Dios, y que son concedidas para satisfacer nuestras necesidades, ayudar al prójimo y hacer el bien (44). Se dirige Pío XI a los empresarios y les dice que “habéis recibido la herencia de los errores de un régimen económico injusto que ha ejercitado su ruinoso influjo sobre tantas generaciones” (51). Recuerda también que Dios detesta a los católicos que lo son sólo de nombre en una “vana y falaz exterioridad” (43), y que es “absolutamente necesario” (49) para un cristiano vivir modestamente. El Papa condena que algunos empresarios “católicos” hayan impedido a sus obreros el conocimiento de las encíclicas sociales, que hayan combatido al movimiento obrero cristiano, y que hayan desnaturalizado el concepto de propiedad con sus injusticias (51). En este sentido, “la conducta práctica de ciertos católicos ha contribuido no poco a la pérdida de confianza de los trabajadores en la religión de Jesucristo (51).
Es propio de la justicia social precisamente exigir a los individuos todo lo necesario para el Bien común (52). Subraya el Papa que la caridad y la justicia son distintas en su esencia aunque coincidan en el objeto. Que la caridad no es tal si no respeta la justicia. Y que el obrero no puede recibir como limosna lo que merece en justicia (50). Llega el Papa a decir que “inmensas fortunas (son) fruto del trabajo y del sudor de tantos ciudadanos” (82), lo que inevitablemente nos recuerda el concepto de plusvalía. El Papa Pío XI, que pedía en “Quadragesimo Anno” la sustitución del contrato de trabajo por el contrato de sociedad, vuelve a decir que “sucede cada día con más frecuencia, en el régimen de salariado, (que) los particulares no pueden satisfacer las obligaciones de la justicia” (54).
El comunismo
“Satánico azote” (7); “sistema lleno de errores y sofismas, contrario a la razón y a la Revelación divina” (14); “crudeza repugnante e inhumana de los principios y métodos del comunismo bolchevique”, “error intrínseco” (15); “propaganda realmente diabólica” (17); “monstruosidad del comunismo” (83); “epidemia del comunismo” (85)…, son algunos de los calificativos que merece el comunismo para el Santo Padre.
Pío XI habla de la amenaza comunista como una violencia contra la Iglesia que supera en intensidad todas las persecuciones sufridas en la historia. El problema del comunismo, siendo en apariencia sólo de orden social, lo es sobre todo de orden filosófico y espiritual, porque pretende destruir los cimientos de la civilización occidental (3), porque rechaza y combate los bienes eternos (4), y lucha de manera “fríamente calculada y cuidadosamente preparada contra todo lo que es divino” (22). El marxismo es esencialmente materialista, cree en la evolución de la materia para alcanzar realidades como el ser humano o la familia (11), y confía en la dialéctica entre contrarios para conseguir el progreso social, fenómeno que puede ser acelerado atizando el conflicto. En este esquema efectivamente no queda sitio para el espíritu, ni para Dios, ni para la eternidad (9). La libertad, la dignidad humana y la moral son valores repudiados. El individuo queda absorbido en la colectividad, sin jerarquías (32) ni otra autoridad que aquella que emana de la masa (10), cuyo poder arbitrario hace de la moral y el derecho una consecuencia del orden económico (12). La mujer es arrancada del hogar y del cuidado de los hijos para arrastrarla a la vida pública y la producción colectiva, y los padres son privados de sus derechos en la educación de los hijos (11). Obsérvese que esta valoración del papel de la mujer significa un triunfo del comunismo hoy en un aspecto que el Papa estima negativo.
El comunismo reniega del Estado (13) y de la propiedad (10). El primero lo confunde con un poder tiránico y estaría llamado a desaparecer, desconociendo su origen, naturaleza y fines (14). La segunda es identificada con el abuso de manera absoluta. Reconoce el Papa la autoridad del Estado, que es criatura de Dios (32), y su deber de imponer coactivamente algunas obligaciones a los hombres; pero niega al Estado un poder absoluto por encima de la dignidad humana (30). Reivindica el Papa para “el Estado toda la dignidad y autoridad necesarias para defender con vigilante solicitud todos los derechos divinos y humanos” (32). “La fe en Dios es fundamento previo de todo orden político y la base insustituible de toda autoridad humana” (77). Es además “un deber del Estado” la colaboración, el auxilio y la ayuda” hacia la misión de la Iglesia, aspecto éste que vuelve a enseñar el Concilio Vaticano II en Dignitatis Humanae, 3 y 6. Pide Pío XI al Estado que “impida la criminal propaganda atea” (80): ciertamente esto supondría una limitación pontificia a la pretendida absolutización del régimen de libertades, el pluralismo y la democracia. Recuérdese que el Concilio también pone límites a la libertad religiosa en el orden público y el bien común (cfr. Dignitatis Humanae, 3 y 6). Expulsar a Dios de la educación o de la moral pública, y que las autoridades permitan la vejación de la Iglesia, es una contribución a la llegada del materialismo comunista (83).
El Santo Padre finalmente reclama que recaigan sobre los ricos las cargas necesarias para que todos los hombres vivan con la dignidad que exige su condición de hijos de Dios, por imperativo del Bien común y para la propia seguridad de los ricos (81). Justo al contrario de la reforma laboral que nos trae el Partido Popular, vuelta de tuerca en el abuso a los obreros, en su enésima negación de los valores cristianos.
El documento insiste en la mentira como instrumento asociado a la propaganda y las promesas comunistas, donde todo es aparente y falso, y donde se invocan con engaño la redención, la justicia, la igualdad o la fraternidad (8). Hasta las palabras se manipulan, exaltando el valor de la paz, y fomentando al mismo tiempo la división, el enfrentamiento y el odio (59). Insiste el Papa en la capacidad de difusión y conspiración, centralizadas, que el comunismo tiene (18). Tiene la prensa mucha responsabilidad en este complot, enseña el Santo Padre, incomprensiblemente “tan ávida de publicar y subrayar aun los más menudos incidentes cotidianos y (que) haya podido pasar en silencio durante tanto tiempo los horrores que se cometen en Rusia, en Méjico y también en gran parte de España” (18-20). Este comentario parece de rabiosa actualidad. El papel de la prensa al servicio de los poderosos no ha cambiado.
También el comunismo se ha infiltrado en la Iglesia, afirma el Papa (59). España viviría esta terrible experiencia en los grupos especializados de apostolado seglar dos décadas más tarde. Todavía el número 1.427 de la publicación de la HOAC, “Noticias Obreras”, hace cuatro o cinco años, glosaba el ejemplo del cura afiliado al comunista PSUC (sic), Juan García Nieto. La HOAC tiene oficina en el edificio que alberga los estudios de la cadena COPE…
Reconoce el Papa que el comunismo ha conseguido algunos logros materiales, pero con medios ilícitos de terrorismo y esclavitud de masas enteras (8), como si la economía no tuviese una moral (23).
No es la primera vez que el magisterio de Roma condena al comunismo. Lo hizo Pío IX en el “Syllabus” y en la encíclica “Qui Pluribus” (1846). Lo hizo León XIII en “Quod Apostolici Muneris” (1878). Y lo hizo el propio Pío XI en las encíclicas “Miserentissimus Redemptor” (1928), “Quadragesimo Anno” (1931), “Caritate Christi” (1932), “Acerba Animi” (1932), y “Dilectissima Nobis” (1933). Quería Pío XI sin embargo que la condena fuera solemne y por lo tanto definitiva (6). El Concilio Vaticano II no cita al comunismo pero condena al ateísmo materialista, descrito con todos los rasgos definitorios del marxismo clásico (cfr. Gaudium et Spes, 21).
La condena del comunismo recae sobre el sistema, sus autores y sus defensores sin excepción. Es por lo tanto ilícita e inmoral toda colaboración con este sistema. A nuestro juicio, es muy importante este apartado de la colaboración cuando en el seno de la Iglesia tantos seglares se conforman con una vida piadosa intachable, en el mejor de los casos, sin que sufra violencia su conciencia para las cosas públicas con su apoyo a empresas o partidos colaboradores con algún aspecto reprobado por la moral cristiana. La condena de esta encíclica tuvo su aplicación concreta en un decreto del Santo Oficio con fecha 1 de julio de 1949 que condenaba a los afiliados al comunismo. ¿Está derogado este decreto?.