Guillermo Gefaell. "Matrimonio" es una palabra relacionada directamente con la maternidad ("matrem" madre,"monium" calidad de), es decir con la procreación de la especie. Es un absurdo conceptual dar esa denominación a cualquier tipo de unión entre dos personas que no tenga por fin fundamental la procreación.
En mi opinión la denominación de matrimonio a las uniones homosexuales responde no a una necesidad social si no al empeño auto justificativo de un sector de este colectivo, potenciado por movimientos de corte marxista e ingenuamente apoyado por el mal entendido “progresismo” en el que ha venido a devenir el compromiso por la igualdad social de una socialdemocracia inmersa en la crisis de su tercera vía, con grandes dificultades para acometer nuevos procesos de transformación de la sociedad y que se limita a tratar de resolver los problemas inmediatos mientras diogénicamente se busca a sí misma.
La extensión del concepto de matrimonio a las uniones homosexuales tiene sus raíces en los movimientos sociales del siglo XIX que buscaban socavar los principios morales y prácticas religiosas por los que se regía la sociedad del momento, dentro del ámbito de la lucha de clases, la conquista del poder y la posterior imposición del Estado sobre el individuo. La desestructuración de la familia tradicional era parte fundamental de este proceso y según Engels basta modificar el concepto de matrimonio para que deje de existir la familia tal como la conocemos.
El matrimonio como tal debe solo entenderse como la unión fiel y leal de un hombre y una mujer para toda la vida (aunque luego fracase), con el fin primordial de tener hijos, educarlos y sacarlos conjuntamente adelante, proporcionándoles lo mejor que les puedan dar en todos los ámbitos. Y en el ámbito de las referencias sexuales, sin menoscabo de la libertad de elección del comportamiento personal, no cabe duda de que la más deseable es la de una pareja heterosexual estable que se ame y los ame. Este modelo es el que la sociedad debería proteger ante todo, por su propio interés.
Los derechos emanantes de la convivencia íntima, permanente y voluntaria (de índole sexual o no) entre dos (o más) personas, deben sin duda estar regulados por Ley y la voluntad de tales personas debe protegerse debidamente y primar sobre cualquier derecho de consanguinidad, salvando el de los hijos. Sobre la regulación de tales derechos se ha avanzado en diverso grado según los países, pero es evidente que hay que seguir trabajando en ello porque aún quedan bastantes cosas por hacer.
La unión de gays y lesbianas debe estar contemplada dentro de tales derechos de convivencia, que deben tener un modelo propio necesariamente diferente al del matrimonio, porque son diferentes de él. Como dije antes, este debe entenderse como la unión estable entre un hombre y una mujer con el fin último de procrear (aunque no se consiga) y educar a los hijos, por lo absolutamente fundamentales que la procreación y la educación parental son para el mantenimiento y buen funcionamiento de las sociedades. Tal unión matrimonial debe defenderse y protegerse como un bien básico, primordial e irrenunciable en una sociedad sana.
Cualquier otro tipo de relación y convivencia personal debe ser concebida de forma diferente a esta y regularse de forma distinta, aunque por supuesto habrá muchas coincidencias con el derecho matrimonial en los temas no ligados per se a la procreación y educación de los hijos, como por ejemplo el de transmisión de derechos de prestaciones sociales o el de cumplimiento de obligaciones frente a terceros.
En lo que a los niños se refiere, la protección de todos sus derechos (no solo los legales, ya que hay otros como el derecho a ser amados, por ejemplo), debe prevalecer sobre los de los padres, sean biológicos o de adopción. Y el derecho a una familia heterosexual equilibrada y estable, con roles bien establecidos de un padre y una madre que se amen, es uno de los derechos básicos de los niños que debe ser procurado y protegido en la medida de lo posible.
Tras haber tenido y criado seis hijos, es mi convencimiento más profundo el que los padres no tenemos derecho inmanente alguno sobre nuestros hijos, salvo tal vez el de la obediencia debida mientras son menores. Nos respetarán si los respetamos, nos querrán si los queremos, se sacrificarán por nosotros si nos sacrificamos por ellos. O no. En cualquier caso no son derechos que los padres tengamos.
Fundamentalmente lo que tenemos hacia ellos son obligaciones, aunque nos pese. Amarlos, proporcionarles el mejor entorno posible de referencia estable, alimentarlos, protegerlos, educarlos y servirles de ejemplo de vida es lo que nos toca. Día a día, minuto a minuto, segundo a segundo, toda la vida, aunque haya inevitables fallos debidos a lo frágil de nuestra condición humana. Fieramente existiendo, ciegamente afirmando, como un pulso que golpea las tinieblas, que diría el poeta.