
Manuel Parra Celaya. Los que peinamos canas solemos endilgar, de vez en cuando, alguna conseja a nuestros semejantes más tiernos (Un consejo a fuer de viejo/ nunca sigas mi consejo, que dijo el poeta). Es inevitable que, entre las anécdotas aleccionadoras surja alguna relacionada con el Servicio Militar, ese cambio de rasante de la vida para muchos de nosotros, o ese paso de la toga praetexta a la viril, que dejó escrito la pluma inigualable de Rafael García Serrano. Palabra de honor que jamás he llegado a los extremos del abuelo Cebolleta, puesto al día por un personaje similar nacido del genial humor manchego de José Mota, pero, en ocasiones, se me escapa alguna referencia que empieza con “Cuando yo hacía la mili…”
En una de estas ocasiones, una alumna enarca las cejas y, sorprendida, me pregunta: “¿Y tuviste que ir a la mili?”. Ahora el sorprendido soy yo, y le respondo con un “¡Naturalmente, como todos!”. La alumna se explaya: “Si de mí dependiera, no habría Ejército”. Reconozco el tópico y me reprimo para no desviarme del tema de la clase (se trata del último acto de La vida es sueño y de ahí la referencia a lo militar que había deslizado en mi explicación), pero espero a la salida de la clase para preguntar a mi alumna pacifista, mitad en serio, mitad en broma, qué problemas tiene con el Ejército y –ahora totalmente en broma- por qué no opta por hacerse soldado profesional ya que su vocación aún no está muy definida.
Hago gracia al lector de los tópicos antimilitaristas que la pobre chica me desgrana; me limito entonces a darle mi opinión apresurada sobre lo más urgente y, tras la última clase del día, reflexiono sobre algo que me parece grave: han conseguido abrir un gran abismo entre lo militar y lo civil, entre el Ejército y la sociedad. Ya no se trataba de militarizar al señor de la calle ni de civilizar al Ejército (Ortega dixit); simplemente, de lograr que las Fuerzas Armadas desaparecieran del horizonte grato de la mayor parte de la sociedad, empezando por la juventud, que se entera pocas veces de que dispone de alguien que le defenderá en caso de peligro, concretamente solo cuando ve por la tele un anuncio -más bien ñoño- para intentar que alguien se anime a vestir el uniforme; y digo lo de ñoño porque la propaganda en cuestión ofrece algo que está a mitad de camino entre una ONG, una escuela de formación profesional y la señorita Pepis
Antes he dicho Lo han conseguido. ¿Quiénes? No lo tengo muy claro. Aquí, en mi Cataluña, sé que cualquier referencia al Ejército español pone de los nervios a los visionarios nacionalistas, que se pasan el día atisbando carros de combate entrando por la Diagonal de Barcelona, sin hacer caso de semáforo alguno. Pero el fenómeno es común a toda España. Lo dicho: un abismo. Unos por acción de una propaganda inmisericorde que confunde paz con pacifismo, disciplina con despotismo, camaradería con compadreo y churras con merinas; por supuesto, del sentido del honor y de la Patria ni hablemos…
Otros, por omisión; por miedo al qué dirán, por –digámoslo con todas las letras- cobardía. Me dicen mis amigos que viajan más que yo (privilegio de jubilados) que en las naciones europeas normales es corriente ver soldaditos de uniforme por la calle; aquí, no. No alcanzo a saber si se trata de una prohibición tácita o expresa, pero sé de la bronca que recibieron unos reservistas voluntarios en Madrid por salir de uniforme al bar de la esquina no hace mucho.
No estoy metido en el mundillo militar, pero tengo noticia de que nuestro cupo de militares está muy por debajo del que exige la OTAN (a la que pertenecemos gracias a Felipe González); de vez en cuando, en algún reportaje televisivo sobre nuestras misiones de paz en el exterior, esas en las que han muerto, por cierto, un buen número de soldados en acciones de guerra, he visto a mis compatriotas uniformados, entre ellos buen número de hispanos (que no latinos, por favor). No importa la nacionalidad de origen; son los soldados españoles de siempre, los de toda la vida: alegres y, a ratos, malhumorados; alborotadores y disciplinados; con ganas de juerga y, cuando toca, dispuestos a dejarse la piel por su juramento a la bandera de España; son los que, si llegara el caso -que Dios no lo quiera- defenderían a mi alumna, a todos los adolescentes antimilitaristas, a una sociedad que está de espaldas a su Ejército.
No diré que soy un añorante de tiempos pasados por sistema, pero no puedo evitar sentir una punzada de orgullo por haber vestido el uniforme caqui, de haber prestado ese juramento de lealtad ante mi Bandera, de haber marcado el paso y pegado barrigazos, de haber disparado un CETME en el campo de tiro, de haber saludado a un superior mirándolo a los ojos.
Es difícil que lo entienda mi alumna, pobre chica, y la mayoría de los alumnos de España. Efectivamente, lo han conseguido…