
La Lupa del YA. Se acercan las elecciones; estamos en una campaña que oficiosamente no se sabría decir desde cuándo está en marcha, por la utilización hecha de las distintas elecciones que se han sucedido en pocos meses y que han llevado a los partidos a no detener sus maquinarias propagandísticas, aunque ello les haya privado de su fin esencial que es el gobierno justo y cabal de la nación, atendiendo al bien común y no a los intereses de grupo. En realidad, la naturaleza humana no cambia tanto y la historia se repite: no olvidemos que una falsa interpretación de unas elecciones locales propició en 1931 un golpe de estado que cambió el gobierno de España y hasta su sistema político.
En teoría, contribuir a la formación de la opinión pública es, deontológicamente, una función primordial de los medios de comunicación de masas, pero en la práctica habría que ver cómo se forma y qué es exactamente esta opinión que sólo sería posible desde el derecho a la libertad de expresión, contemplado en el marco sociológico de un pluralismo que ampare una libertad ideológica y religiosa.
Sociológicamente vemos que hay una estrecha relación causa efecto entre determinados grupos de presión y el uso de estos medios que deberían de informar y formar la opinión pública, que no designa tanto a una opinión individual cuanto a un estado social objetivo y reflejado en un comportamiento generalizado que exterioriza la toma de postura política y cultural de los mencionados grupos de presión para su difusión entre los individuos.
Así, manejar la opinión pública puede ser muy eficaz como medio de control del poder político, conllevando una homogeneización de la conducta de las personas hasta el punto de lo que Stuart Mill o Tocqueville denominaron “la tiranía de la mayoría”, dado que, en efecto, la generalización de estilos pautas o modas entre la ciudadanía constituye de hecho una fuerza de represión que se ejerce sobre las minorías, menos poderosas pero no menos respetables, cuyas opiniones no se conforman con aquello que se pretende generalizar.
En la sociedad actual, el sector público cuenta con cadenas de televisión y radio y con publicaciones oficiales de los que se sirve para transmitir sus decisiones y criterios, frente a su obligación moral de subordinarse al interés general, algo que se sabe falso cuando sus consejos y cargos directivos se toman por consensos de conveniencia política. De igual modo ocurre entre los medios de titularidad privada, con la salvedad ética de que, al ser privados no tienen, como los públicos, la exigencia de la neutralidad, sin que sea óbice el que, para ser veraz, toda información deba tener una fundamentación objetiva.
Así los españoles en gran medida miran con recelo unos y otros medios, ensombrecidos por la sospecha de vincularse a grupos e ideologías de tal manera que lo que debería ser percibido como información es frecuentemente detectado como una propaganda cuyas consecuencias son demoledoras para la democracia pregonada en nuestra vigente Constitución: una ciudadanía mal informada no podría juzgar libremente y, en consecuencia, perdería su capacidad real de controlar al poder político y su actuación en la vida pública, que es lo que los españoles nos jugamos el próximo 20 de noviembre.
No olvidemos que, como escribió Jürgen Habermas, filósofo y sociólogo alemán, conocido sobre todo por sus trabajos en filosofía práctica, ética, filosofía política y del derecho: “La opinión pública puede servir de un lado para limitar el poder, pero puede imponerse como lo <políticamente collecto> y ser la peor de las dictaduras”.
PEDRO SÁEZ MARTÍNEZ DE UBAGO