
MANUEL PARRA CELAYA. He llegado a la conclusión de que nuestro defecto nacional más destacado no es la envidia, como han sostenido sesudos varones, sino la dejadez. Dejadez aplicada, especialmente, a nuestro patrimonio nacional; me consta que no soy original en esta idea, pero abundo en ella con toda rotundidad. De este modo, los aviesos propósitos de la Memoria Democrática de Pedro Sánchez, que se refieren obsesiva y morbosamente al período histórico del franquismo, ese que debe ser silenciado, manipulado o tergiversado, encuentran fácil acomodo es una sociedad que se desinteresa de todo aquello que considera vetusto, carente de rabiosa actualidad e “inútil” para obtener réditos de él. ¿No te has sobrecogido nunca, amigo lector, cuando te has encontrado con un edificio en ruinas que antaño debió ser palacio o iglesia, convento o fortín, en todo caso, escenario de nuestra historia?
Manuel Parra Celaya. He regresado hace escasos días de una corta estancia en Italia, con ocasión de la Adunata o reunión anual de los Alpini; allí me he encontrado, una vez más, como en mi propia tierra española, como en casa, salvando las pequeñas dificultades del idioma, y en cada ocasión en que he asistido a ese acto me sucede lo mismo. También me sentí como en casa (con más dificultades de comunicación, claro) en otras estancias en Viena, Praga o Polonia. En punto a mi origen y universalidad, comparto plenamente el aforismo de Eugenio d´Ors “Yo soy un ciudadano romano”, y, llevándolo a la actualidad, “yo soy un ciudadano europeo”.
MANUEL PARRA CELAYA. Ocurrió hace ya diez años, cuando se celebraba el cincuenta aniversario de la creación de la Organización Juvenil Española en el curso de un gigantesco campamento en la Sierra de Gredos. Un grupo de “veteranos” -ahora más seniles que juveniles- participábamos en la efemérides, repitiendo, con alegría, nostalgia y algún que otro dolor lumbar, la experiencia de dormir bajo tienda de campaña y sobre una ruda colchoneta.
MANUEL PARRA CELAYA. Desde tiempo inmemorial, los seres humanos hemos tendido a comunicar nuestras reivindicaciones, nuestras cuitas o nuestros desahogos en los muros, para que el prójimo fuera partícipe de nuestras ideas o pulsiones, puramente personales o en busca de la complicidad de otros. Las paredes hablan, siempre se ha dicho, sobre todo cuando se da una censura, explícita o implícita, que coarta la libre expresión; claro que las redes informáticas proporcionan un cierto respiro, pero a todos nos consta que van a por ello…

Manuel Parra Celaya. En mi acostumbrada y apresurada revista de prensa diaria -en la que, tal como está el patio, volqué mi atención a los asuntos internacionales- me llamó la atención un titular: “Los españoles, los menos dispuestos a tomar las armas” (ABC, 1 de marzo); según una encuesta de Gallup Internacional de 2015, solo un 21% se mostraba partidario de defender al territorio nacional en caso de guerra. Y, transcurridos siete años, me da la impresión de que este porcentaje no ha experimentado mucha variación…
MANUEL PARRA CELAYA. Un amigo que leyó mi último artículo (“En camisa de once varas”) me ha reprochado, festivamente, lo que llama un cierto cinismo en su contenido, ya que en aquel afirmo “no entender de política” y escribir sobre ella “por una vez”; mi buen y socarrón amigo opina, por el contrario, que casi todos mis textos son de naturaleza e intención políticas. Me apresuro ahora a rebatirle: el ámbito en el que me suelo mover con la pluma no es la política, sino la metapolítica, salvo en raras ocasiones; y si, al tratar de política, me siento como un pulpo en una perfumería, en esa otra materia pretendo ser un atento alumno que recurre frecuentemente a buenos maestros para progresar adecuadamente, siempre con más o menos fortuna.
MANUEL PARRA CELAYA. Por fin, una buena noticia nos ayuda a disipar un panorama inquietante. Un rayito de sol, inesperado, aclara los nubarrones de esta confusa coyuntura en la que estamos inmersos; por fin, algo nos predispone a recuperar nuestra maltrecha confianza en el parlamentarismo y a ver con optimismo, por lo menos, el futuro de Cataluña. ¿Nos referimos a que se ha puesto fin al procés y todos, electores y elegidos para las altas tareas de legislar y gobernar se han puesto a trabajar para enderezar una maltrecha economía, ofrecer trabajos dignos a jóvenes y mayores, promocionar viviendas sociales o transformar Barcelona en la ciudad moderna y europea de otros tiempos?
Manuel Parra Celaya. Al contrario de lo que pretenden inculcarnos las tesis individualistas, en su doble faceta neoliberal y posmoderna, el ser humano es social por naturaleza, abierto a la relación constante con todo el resto de su especie y, no se olvide, dotado de historicidad (a diferencia de los irracionales), es decir, vinculado por nexos transgeneracionales. Por supuesto, ocupan un primerísimo lugar las vinculaciones nacidas de la familia, del amor y de la amistad, a las que se traiciona si caemos en su mitificación y no les concedemos los márgenes de error y variabilidad propios de nuestra frágil condición. Pero también nuestra vida precisa de otros referentes, que pueden o no coincidir con aquellas relaciones que podríamos llamar primarias. Estos referentes -acogiéndonos a la acepción segunda que da la RAE al verbo referir- son los que nos “dirigen, encaminan u ordenan” una existencia en función de los valores y cualidades que representan. De hecho, toda persona suele contar con algún tipo de referente, sea de modo consciente o inconsciente; eso de hacerse a sí mismo no deja de ser una frase peliculera o novelesca.
Manuel Parra Celaya. Frente a mi domicilio barcelonés se alza un Instituto de Secundaria. De este modo, me es dado contemplar desde la ventana las entradas y salidas de clase, avisadas por un timbre poco estridente para mí, e incluso los gestos de algún profesor en su aula. Durante los duros meses de encierro del año pasado, al vacío de las calles se unía la tristeza de los pupitres vacíos, con un silencio inusual, deprimente y casi inquietante, por la ausencia de voces alegres o de actitudes aplicadas. Ahora, se ha vuelto a cierta normalidad…con mascarillas, eso sí. ¿Nostalgia? Algo de eso habrá, pues es inevitable no dejar de sentirla y arrumbar en un trastero de la memoria cuarenta años entregados a la docencia. Pero la realidad debe imponerse y mis preguntas interiores van por otro camino: ¿qué están aprendiendo esos chavales?, ¿qué tipo de formación estarán recibiendo que les prepare para sus vidas de adultos y como miembros de unas colectividades históricas que se llaman España y Europa?

MANUEL PARRA CELAYA. No puedo decir que la noticia me asombrara en demasía; tampoco que me indignara, pues uno ya está curado de espanto, acostumbrado a las necedades que corren por estos pagos. Si la traigo a colación no es por su estupidez que no pasa de la anécdota, sino para reflexionar sobre su calado al elevarla a categoría. Se trata -ya lo saben- de la implacable censura que aplica Disney a sus clásicos, que deben pasar un nihil obstat o , como en esta caso, ser adornados con un mayores con reparos. Es el caso de Dumbo, Peter Pan, La dama y el vagabundo, Los aristogatos y El libro de la selva, en los que dicen haber encontrado “estereotipos y contenidos racistas”.