
Manuel Parra Celaya. Según la prensa, el Instituto Cervantes, en los ratos libres que le deja la tarea encomendada de colonizar la Real Academia Española, invita a reescribir el Quijote “desde perspectivas ecológicas, de género y con filosofía distópica”.
La noticia me ha hecho recordar a un personaje, para mí mucho más ilustre que don Luis García Montero, a la sazón director del mencionado Instituto, llamado Ignacio Calvo y Sánchez (1864-1930), que tuvo la simpática osadía de escribir una “Historia Domini Qujoti Manchegui”, es decir, “un Quijote como el de los señores con barba en latín macarrónico”.
Don Ignacio Calvo ingresó en el Seminario, pero entre sus aulas y claustros, cometió un buen número de barrabasadas hasta que una de ellas mereció una dura sanción que amenazaba con privarle de la beca que disfrutaba; el Rector de la Institución le puso como castigo traducir algún clásico español al idioma latino, y el joven seminarista, ni corto ni perezoso, la emprendió con el Quijote cuyas páginas inmortales tradujo (es un decir) a un latín que poco o nada tenía que ver con la lengua de Virgilio.
El Rector se desternilló de risa al leer la obra de su díscolo alumno y le levantó el castigo.
Tras esta aventura, D. Ignacio se hizo sacerdote, fue párroco en diversas localidades, pero, sobre todo, destacó en estudios y trabajos de Arqueología y de Numismática, fue autor de numerosas obras científicas, llegó a catedrático, fue nombrado correspondiente de la Academia de la Historia y recibió numerosos premios, que hicieron famosa su localidad natal de Orce, en Guadalajara.
Como pueden suponer los lectores, me interesa mucho más la biografía y la obra de Ignacio Calvo que la de Luis García Montero, el director del Instituto Cervantes, toda vez que, en aquel, su vida dedicada a la ciencia, a la investigación y al sacerdocio fue mucho más productiva y, sobre todo, sin intervención de nombramientos por fidelidad a partido político alguno.
Recomiendo a todos la lectura de ese Quijote en latín macarrónico, para cuya lectura no hace falta, por supuesto, dominar ese idioma. Existen cuatro ediciones (que yo sepa): 1905, 1922, 1961 y 1999, que es la que poseo y la más accesible, editada por la Asociación Cultural Juan Telemanco, de Horche (que actualmente, no se sabe muy bien por qué, se escribe con h) ; tienen sus lectores la carcajada asegurada, lo que no está de más en estos tiempos en que predomina en los medios la novela-negra-política, que ahora no viene al caso comentar. Como prueba de mi entusiasmo, transcribo las primeras palabras de la travesura de D. Ignacio: “In uno lugare manchego, pro cuio nomine non volo calentare cascos, vivebat facit paucum tempus…”
Volviendo a la noticia del principio, es evidente que la ideología woke que campa por sus anchas y lo abarca todo, no solo pretende dominar el presente y el futuro, sino reescribir al pasado para adecuarlo a su programa y a sus criterios; y lo más grave es que el primer y principal objetivo es la Enseñanza, con el fin de que las actuales y próximas generaciones solo reciban esta influencia como supuesto legado cultural; viene a ser lo mismo que ese reescribir la historia, a la que se han lanzado el actual Ejecutivo y sus socios en el Gobierno.
En el fondo, la propuesta es toda una reorganización o reasignación de las mentalidades, que abarcará la historia, la filosofía, la literatura y hasta las matemáticas, que se pretenden enseñar desde “criterios inclusivos”. Una nueva ofensiva en toda regla de esa Guerra Cultural en la que estamos inmersos en Occidente, de mucho más alcance y peligrosidad a la larga que los conflictos bélicos actuales.
Según en ensayista británico Douglas Murray, “vivimos en una época de locura colectiva”, que responde, en el fondo, a “un masoquismo occidental”, en palabras de Pascal Bruckner. Ya no se trata de derribar estatuas, de ensuciar obras pictóricas, de silenciar autores y obras que se consideren enemigos de lo woke, sino de transformar el legado que nos dejaron a gusto y capricho de los nuevos budas ideológicos, en su papel de influencers de nuevas generaciones.
Evidentemente, si la peregrina (y peligrosa) idea del Instituto Cervantes se lleva a cabo, no me encontrará en el número de los lectores del bodrio. Volveré, como siempre, a deleitarme con las inmortales páginas de nuestra obra cumbre: sabré de antemano que no hay que confundir molinos con gigantes, ventas cochambrosas con castillos, Dulcineas con feministas radicales…, me libraré mucho de liberar a galeotes, sobre todo si han sido investigados por la UCO, releeré el discurso de las armas y las letras y repasaré los consejos del Hidalgo a su escudero-gobernador, sabiendo de antemano que no servirán de nada a los actuales gobernantes de España.
Y, en las horas bajas, especialmente después de ver en televisión las noticias del día, abriré las de la “Historia Domini Quijoti Manchegui” de Ignacio Calvo para recuperar la risa.