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Diario YA


 

José Luis Orella: El ajedrez ucraniano

 

 

Ucrania se desliza hacia la división social. Finalmente ha quedado claro que el rechazo al acuerdo con la UE, en realidad escondía una nueva revolución. (El ajedrez ucraniano)

 

 

Tras unos días de noticias convulsas y de burdos espectáculos en la televisión, regresé a las páginas de Azorín

DE LOS CLÁSICOS, LA ESPERANZA

Manuel Parra Celaya. No ganamos para sorpresas. Tras unos días de noticias convulsas y de burdos espectáculos en la televisión, regresé a las páginas de Azorín, sin más pretensión que -como se titulaba aquel viejo programa- el alma se serenase; no buscaba ninguna conseja o alivio moral, y solo el placer de repasar una prosa maravillosa que me empuja de vez en cuando a un determinado estante de mi biblioteca.
    Pero he aquí que, en su libro “Rivas y Larra” encuentro un curioso comentario sobre este último, aquel que no sabemos si se suicidó por un amor frustrado o por el dolor de España; decía así Larra, en su prólogo a “Palabras de un creyente” de Lamennais:  “Tan liberales somos, tan allá llevamos el respeto debido a la mayoría, al voto nacional, a la soberanía del pueblo, que no reconocemos más agente revolucionario que su propia voluntad”.
    Hasta este punto, nada de particular; puro y simple liberalismo anclado en los presupuestos filosóficos de Rousseau; pero, a continuación, transcribe Azorín otras palabras significativas: “¿Y si la reforma revolucionaria, innovadora, progresiva, benéfica para el país, la realizara una minoría inteligente, ´a pesar y en contra ‘de la voluntad, el parecer, la obstinación del pueblo?”. 
    ¿Corresponden estas palabras al prólogo de Larra o son un comentario de Azorín? Difícil saberlo, pues no van entrecomilladas, y la obra de Lamennais no figura entre mis libros y tampoco el inefable Google me saca de apuros. De todas formas, da igual pues, en todo caso, serían palabras de un liberal crítico del XIX (Larra) o de otro liberal finisecular y ya del XX (Azorín). Destacaremos, eso sí, que, de situarnos en esta última posibilidad, un hombre del 98 empalma con su criterio con otro de la generación del 14 (Ortega y Gasset); y, siguiendo este hilo conductor, con un nieto de aquella primera generación e hijo de esta segunda: José Antonio Primo de Rivera. 
    De este modo, es una constante la idea de que le transformación a fondo de una sociedad corresponde a una “minoría selecta” y no a una masa de población. Ahora bien, ¿se opone esta propuesta a la existencia de una democracia? 
    A esa minoría, en el sentido de Azorín (o de Larra), de Ortega y de José Antonio, podemos darle el nombre de “aristocracia”, en su sentido etimológico: “aristoi”, los mejores. Los mejores en el arte y en la literatura; en la filosofía y en el pensamiento; en la economía y en la ciencia y la técnica; en el trabajo y en la pedagogía, en la conducta y en el ejemplo… Y, en este sentido, no solo se opone a democracia, sino que es imprescindible para que funcione una verdadera democracia; es preciso que exista una “aristocracia” que marque las pautas, no tanto de formas de pensar, sino de formas de vivir.
    La antítesis verdadera se produce cuando, en lugar de esa aristocracia, un pueblo queda en manos de una oligarquía, es decir, el gobierno de unos cuantos cuya única obsesión es conservar el poder, hacer prevalecer su partido (que viene de parte) o, incluso, sus intereses personales. Y cualquiera que contemple con objetividad la actual situación convendrá en que ese simulacro de democracia de que disfrutamos no es más que, en realidad, el imperio de una oligarquía, cuyos móviles -de partido y réditos personales- prevalecen sobre los de toda una comunidad y en detrimento de esta. 
    Ahora bien, ¿de dónde puede surgir una verdadera “aristocracia” que pueda asumir esas “reformas revolucionarias, innovadoras, progresivas, benéficas”? Las minorías selectas no nacen de la nada, ni -apresurémonos a decirlo- por regla general de unas elecciones. No se crean ex nihilo ni se inventan (motu proprio o producto de la fantasía); se engendran en base a una meritocracia (palabra hoy tan desacreditada y casi prohibida por la corrección política); habrá, pues, que esperar a que, de la inmensa mayoría de la sociedad vayan surgiendo esas minorías capaces de tomar el timón de la ejemplaridad y se constituyan, así, en auctoritas para todos los ciudadanos anhelantes de la verdadera democracia.
    Este fue el anhelo de unos cuantos pensadores de los siglos XIX y XX, aún situados en trincheras opuestas o distintas, pero con un mismo afán: reconstruir o regenerar una España que las oligarquías económicas o políticas iban deshaciendo, y lo siguen haciendo. 
    Cuando una habitual bellaquería (expresión de Ortega) confunde los términos y atribuye a estas ideas la manida palabra de “fascismo” a todo proyecto de esta transformación al margen de las oligarquías, podemos esgrimir el origen de estos propósitos. Por citar otra vez a un autor silenciado, José Antonio Primo de Rivera, observaremos que la génesis de sus ideas, más que obedecer a las modas de su tiempo, deriva de inteligentes krausistas o sensatos tradicionalistas, de los regeneracionistas, de los apasionados hombres del 98 y, por fin, de los racionales autores de la generación del 14, la anterior a la suya.
    De todas formas, hay que aterrizar en nuestra época y repetirnos la pregunta del millón: ¿cuándo y de dónde surgirá esa minoría selecta que enderece el rumbo de España para que esta recupere su pulso histórico y social? No nos cabe la menor duda: de unas futuras generaciones, que, despreciando los moldes impuestos en la actualidad, llenos de inmundicia, asuman su papel y den muestras de su valía. Habrá, pues, que esperar. 
 

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