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Diario YA


 

José Luis Orella: El ajedrez ucraniano

 

 

Ucrania se desliza hacia la división social. Finalmente ha quedado claro que el rechazo al acuerdo con la UE, en realidad escondía una nueva revolución. (El ajedrez ucraniano)

 

 

LA PRINCESA DESTERRADA

Manuel Parra Celaya.  Recuerdo un cuento oriental que alguna vez leí y que, ahora, me ha venido a la memoria, cuando los medios de difusión se apresuran a hacer olvidar de un día para otro, no solo la historia de España, sino el penúltimo escándalo para que tenga algún espacio el siguiente; en este sentido, se puede decir que la realidad supera con mucho a la ficción. Pero vayamos al cuento, que seguro es conocido. 
    Un sultán deseaba construir un gran palacio para albergar a una princesa, su favorita. Convocó a los mejores arquitectos de su reino e incluso se hizo traer a los mejores maestros de allende de sus fronteras; indagó qué ingenieros serían capaces de rodear la nueva residencia de hermosos jardines, con fuentes y arroyos artificiales de aguas cristalinas que convirtieran su periferia en fantásticos lugares de asueto; convino con los mejores escultores qué estatuas deberían ornar el interior del palacio y sus alrededores…
    Perfilada la obra, el sultán se dio en recorrer toda aquella maravilla acompañado de sus consejeros; sin embargo, algo no acababa de gustarle, algo desentonaba del conjunto; de este modo, pidió a sus asesores que prescindieran del elemento chirriante. Lo hicieron así y, tras algunas consultas, acordaron que lo disonante era la propia princesa, que, en consecuencia, fue desterrada.
    Permítanme que convierta la fábula en una metáfora, en la que la princesa, la favorita, se llama España. Los arquitectos, los ingenieros, los escultores, los consejeros del sultán, en suma, se llaman clase política; y, en efecto, fueron creando su producto paulatinamente, con la intención -según dicen- de que la huésped gozara de lo mejor. 
    La fueron adornando de lo que creían lo más innovador, lo más majestuoso, lo más acorde con su categoría. Le pusieron, primero, un ropaje constitucional, confeccionado corriendo y deprisa, que,  sin descartar la existencia de algunas buenas intenciones, estaba lleno de tremendas contradicciones; la aderezaron con unos partidos políticos como única posibilidad de participación del pueblo en el Estado y que fueron demostrando su incapacidad e, incluso, una degradación progresiva al obviar el interés general por el partidista y/o el privado. 
    Acicalaron a la princesa como un Estado de las Autonomías, con el fin -decían- de resolver de una vez por todas los debates territoriales, de descentralizar y de acercar las Administraciones al ciudadano; en realidad, crearon ciento y la madre de nuevos centralismos en manos de las oligarquías de siempre, provocaron la exacerbación de las disputas ancestrales, de la insolidaridad y de la disgregación; llegó un momento en que minúsculas fronteras, mentales y funcionales, crearon la más sonada ceremonia de la confusión.
    A todo esto, sonaban a papel mojado las invocaciones rimbombantes: España, patria común e indivisible, libertad, justicia e igualdad, democracia…y aquello de Estado social, pues se mantuvieron y acrecentaron las bases de un sistema social y económico que, precisamente, chocaban con la justicia y la igualdad, y las posibilidades solidarias y cooperativas quedaron reducidas a lo testimonial. 
    En lugar de invocar la propia historia nacional, más llena de luces que de sombras, repleta de valiosos referentes humanos para las sucesivas generaciones, se procuró anular su recuerdo, que se sesgó interesadamente, y se fue insuflando, de nuevo, la polarización, la discordia y la división en banderías y trincheras mentales.
    La decoración llegó al colmo de la cursilería y la ridiculez, al vestirla con el ropaje y la parafernalia de lo woke, de forma que se aumentara la división, ya no solo entre clases sociales, sino entre sexos, procedencias y en una feroz dialéctica ser humano-naturaleza. La familia adquirió descrédito social, sin ningún amparo político, y la población fue envejeciéndose de forma paulatina. 
    Por no quedar nada por hacer, esa clase política se fue llenando de la mentira, del fraude, de la corrupción, que iba alcanzando a toda la sociedad, según el ejemplo de la España oficial tan distinta de la España real, pues aquella estaba dotada generosamente de expertos, consejeros y asesores, mientras los ciudadanos pasaban penurias.  No hay ni que decir que se redujeron implacablemente los esfuerzos para dotar a los ciudadanos de viviendas dignas, con creciente añoranza de aquellas de protección oficial o de las sindicales de antaño, a las que se quitaron las placas oprobiosas.
    Una gran parte del territorio se fue despoblando, privada de recursos, de vías de comunicación, de centros sanitarios, de nuevas tecnologías; el campesino, el ganadero, el pescador, tuvieron que hacer equilibrios para mantenerse en sus trabajos y funciones. 
    No hace falta que explique al lector a qué ha venido el recuerdo del cuento del sultán y de la princesa; he acudido a él para no hozar en las charcas de la podredumbre que nos van refiriendo las pantallas de televisión, la prensa y las redes sociales. 
    Algunos ingenieros, arquitectos, escultores y consejeros -pocos- se han ido arrepintiendo -a la vejez viruelas-, a todo esto, y proponen rectificaciones para que la princesa no siga desterrada… Esperemos que cunda el ejemplo y evitemos entre todos el destierro total. 
    Quizás también he recordado este cuento porque se acerca la fecha del 29 de octubre, en que un joven soñador empezó (solo empezó, porque no le dieron tiempo) a diseñar lo que habría sido un mejor proyecto para rejuvenecer y engalanar a nuestra princesa…

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