Manuel Parra Celaya. Hay que saber conciliar un tipo de lectura de evasión con otros más profundos en los momentos en que los asuntos cotidianos nos dejan libres, sobre todo, además, con la necesidad de atender el aluvión de noticias que nos van llegando, imprescindibles para no quedar en un fuera de juego límbico.
Así, ante las turbulencias informativas del presente, debemos elegir textos que confieran placidez al alma; ante estupideces sin cuento, busquemos autores cuya sensatez e inteligencia hayan sobrepasado con creces el paso de los años e, incluso, el de los siglos; ante la evidencia de desafueros, leamos sabias consejas fundamentadas en valores permanentes.
Siguiendo esta línea, el otro día uno se había inmerso, una vez más, en la lectura del placido Azorín, cuando esos momentos de paz fueron alterados por el último espectáculo circense de nuestra política doméstica: el show protagonizado por la Sra. Leire Díez, presunta fontanera del PSOE y por los señores Aldama y Pérez Dolet, todo en la línea de otros escándalos y corruptelas ya en manos de los tribunales o a punto de llegar a ellos, y a renglón seguido del bulo coreado por las señoras Montero, Alegría y el inefable señor Óscar López acerca del atentado contra la integridad de Pedro Sánchez (cuya vida guarde Dios muchos años, pero alejado del sillón presidencial).
De ese modo, pasé repentinamente del Tiempo, esa constante en las páginas azorinianas casi sin excepción, a nuestro tiempo, ese instante de la historia en que, por desgracia, nos ha tocado vivir; casualmente, tenía delante un párrafo del maestro de Almodóvar que decía: “Evítense las escenas desagradables; la violencia no sea nunca usada por el hombre de mundo y por el político. Dejemos que haga su labor el tiempo (…). Situaciones y conflictos que parecían abrumadores e irresolubles el tiempo los ha ido fundiendo y resolviendo poco a poco”.
Transcurridos unos momentos de estupor (y de vergüenza ajena) por el espectáculo que me había ofrecido la pequeña pantalla, volví a mis lecturas, pero por poco rato, pues me di en meditar, no solo sobre la certeza de la frase leída, sino por lo que podía encerrar de tranquilizador para cualquier españolito de nuestros días.
Evidentemente, nos ha tocado transitar por una circunstancia histórica que, a la luz de la lógica, puede parecer inconcebible: un gobierno de España que había salido adelante por los siete votos -y siguientes chantajes- de un prófugo de la justicia protagonista de un golpe de Estado contra la integridad nacional y contra la Constitución, gobierno que sigue siendo mantenido por el apoyo de unos grupos de extrema izquierda, anclados en un Marx viejuno y en la imposición urbi et orbi de lo woke, por los separatistas de Cataluña y por el conservador y clerical PNV; dicho gobierno de España viene protagonizando o sustentando u ocultando -los tribunales lo dirán en su día- casos de corrupción; un gobierno que tiene como única defensa la acusación permanente de fascismo -ciertamente, en su versión demonológica- a todo el que osa oponerse a sus ucases, en ejercicio claro de arbitrariedad sin cuento, incluso llegando a ejercer de policía de pensamiento.
Dejo al recuerdo de los lectores mi anterior artículo en el que me di en glosar el término cinismo bien aplicado; pero ahora quiero ir más allá -influido por lógica por Azorín- y ser capaz de relativizar nuestro tiempo, en clara oposición al concepto de Tiempo, ese que, según Kant, era una forma a priori de la sensibilidad humana.
Nuestro tiempo no es esa forma a priori, sino una especie de pesadilla que estamos viviendo los españoles del siglo XXI. Desde la Transición, hemos comulgado -unos más, otros menos- con muchas ruedas de molino, pero daba la impresión de que, por lo menos, habíamos retrocedido a los finales del siglo XIX, con una alternativa pacifica de partidos, una forma de caciquismo enquistado en las Autonomías y algunos avances en lo social, merced al Estado del Bienestar; de este modo, el hecho de acudir periódicamente a las urnas era un trámite, no digo que feliz, pero sí tolerado y, en ocasiones, complaciente para algunos. La clase política no destacaba precisamente por su brillantez, pero el españolito medio ya sabía distinguir entre las orteguianas España Oficial (la de los políticos) y la España real (la suya y la de sus problemas); el encrespamiento era cuestión de minorías muy pequeñas y, sobre todo, no se percibía casi ningún síntoma de hostilidad en las calles.
En nuestro tiempo, da la impresión de que está a punto de saltar cualquier síntoma de civilidad, incluso aquel débil consenso que parecía presidido por la Constitución del 78; los gobiernos de Rodríguez Zapatero y de Pedro Sánchez acabaron con el espejismo, e incluso hay dudas razonables de que siga en vigor el texto constitucional. Una especie de nubarrón se ha cernido sobre las testas de la España oficial, enrocadas en sus posiciones y posibilidades de ejercicio; de momento, la España real calla, pero es permeable a la amenaza que pende sobre ella; los grupos antiespañoles y separatistas gozan del favor del Gobierno español, y las transgresiones jurídicas de este les han dado alas.
Pero el Tiempo, con mayúscula, es inmisericorde, y seguro que actúa en favor de esta realidad histórica llamada España; la pesadilla pasará, sin duda, y, a corto plazo, por lo menos se instaurará alguna forma de cordura; los hechos de hoy que me interrumpieron mi lectura quedarán en el olvido de las hemerotecas.
De todos modos, disiento de Azorín cuando dice que “dejemos pasar el tiempo; él amansará nuestro fuego interior; los hombres de bien, los desapasionados, nos darán la razón”. Porque uno, que se considera hombre de bien, es apasionado: por la España que no le gusta y en la que pretende dejar alguna humilde huella para que sus hijos o sus nietos la regeneren a fondo algún día.