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Diario YA


 

Conservadores, ayer y hoy

Alberto Acereda. 7 de abril. El siglo XX nos enseñó que las figuras políticas más antirreligiosas, y en particular los más enconados enemigos de la tradición judeo-cristiana, fueron precisamente quienes más daño han hecho a la humanidad: Hitler, Stalin, Mao, Pol Pot…, militantes todos en el odio a los valores religiosos que forjaron Occidente. Por lo mismo, hoy entendemos también que los grandes líderes políticos de la verdadera libertad y del avance humano fueron personajes históricos hondamente religiosos. Sólo en el caso norteamericano, así lo demuestran la vida y los escritos de sus más grandes presidentes. Los nombres y hechos de George Washington, Abraham Lincoln o Ronald Reagan son sólo una pequeña prueba de ello.

Los principios conservadores norteamericanos tienen su base en toda una larga tradición sobre la que los Padres Fundadores (Adams, Hancock, Jefferson, Franklin, entre otros) forjaron los documentos fundacionales de Estados Unidos. En la tradición filosófica de los Locke, Tocqueville, Burke o Lord Acton de ayer hasta los posteriores y más grandes exponentes intelectuales del conservadurismo (los Goldwater, Kirk, Buckley…) hay varias ideas compartidas. Una de ellas es la convicción de que el conservadurismo como actitud ante la vida y el mundo está por encima de ciclos y de modas. Los principios del ser conservador se derivan así de la naturaleza humana gracias a la creación divina y a través de la cual obtenemos los inalienables derechos a la vida (“life”), la libertad (“liberty”) y la búsqueda de la felicidad (“the pursuit of happiness”).

Para los conservadores norteamericanos resultan especialmente relevantes las ideas -incluidas en la fundación misma de Estados Unidos- de que nuestras libertades como hombres y mujeres provienen de nuestro Creador, no del Gobierno; que la autoridad del Gobierno viene de Dios a través de los ciudadanos. Ante esta claridad de principios, no son pocos quienes siguen atacando la visión conservadora de la vida, demonizando sus valores y tergiversando la historia y las ideas. La Declaración de Independencia de Estados Unidos, la primera democracia moderna del planeta, dejaba claro ya en 1776 que los derechos que allí se declaraban provenían directamente de Dios, nuestro Creador, y que no podían ser suprimidos legítimamente ni por reyes ni por gobiernos de ningún tipo: “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.
 
Se trataba y se trata todavía hoy de verdades evidentes, universales y objetivas sobre la idea de que los derechos inalienables del hombre proceden siempre de Dios. La mal entendida y en exceso citada “separación” entre Iglesia y Estado no aparece siquiera en la Constitución de los Estados Unidos precisamente porque este gran país se fundó sobre valores hondamente religiosos según los cuales, constitucionalmente, el Gobierno no puede suprimir la libertad de culto. En España, el artículo 16 de la Constitución Española de 1978 afirma que los poderes públicos han de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantener las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y demás confesiones. A algunos parece habérseles olvidado ya todo esto. La moda hoy es extirpar a Dios de la vida pública y, a ser posible, incluso de la privada. El objetivo no es otro que elevar al dios Gobierno a lo más alto para controlar a los ciudadanos y jugar al falso dios con la raza humana. Tal es el dios pagano que –escondido bajo acciones supuestamente solidarias- busca imponer el aborto o la eutanasia.
 
Es por todas estas cosas que en esta época de tanto progresismo secular, los conservadores molestamos y resultamos incómodos. Afortunadamente, esos valores y principios conservadores están por encima de ciclos económicos y situaciones políticas concretas. Por encima de los tiempos y las geografías el conservadurismo ha pervivido siempre, ayer y hoy, gracias precisamente a esos valores morales y naturales fundamentados en la defensa de la vida y de la libertad, en la creencia inalterable de la dignidad del individuo -creado a imagen y semejanza de Dios- y no en falsos y utópicos colectivismos deshumanizantes.

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