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Diario YA


 

El triste tremolar de una bandera

Rafael González. 8 de febrero 2009.

La bandera de España, la rojo y gualda, sigue siendo ninguneada en muchas ocasiones. A unos les importa un bledo que sea la bandera constitucional. Los de Izquierda Unida, por ejemplo, prefieren enarbolar la enseña de la segunda república, la “desteñía”, porque quien la inventó –dicen que Lerroux- introdujo el morado creyendo que era el color del pendón de Castilla, que es rojo carmesí, pero que desteñido da morado. Los de la primera república no cambiaron la bandera rojigualda que Isabel II adoptó para sus ejércitos y, después, para toda España; la misma bandera que eligió su bisabuelo, Carlos III, para la Armada, que ya lo había sido de la armada napolitana, la famosa enseña catalano-aragonesa, rojo y gualda, y que para distinguir mejor en alta mar los colores de los estrechos gallardetes, estos se dispusieron horizontalmente en vez de en vertical. Otros, aparte del republicanismo, la rechazan porque la creen una bandera franquista, y ya ven, su origen secular, como queda dicho, es catalán, cosa que desconocen los analfabetos que le prenden fuego en la tierra de la que es originaria.

Este asunto del rechazo de la bandera constitucional de España se ha puesto otra vez de actualidad con motivo de que ha ondeado por primera vez en la fachada de la sede del Parlamento autonómico vasco, en cumplimiento de una sentencia del Tribunal Supremo. Pero el tremolar de nuestra enseña nacional se torna una vez más triste, porque esa decisión del alto tribunal ha disgustado a muchos nacionalistas, empezando por el presidente del PNV, Iñigo Urkullu, que ha declarado que se sentiría más feliz si fuera retirada. El hombre, de tendencia reduccionista, se siente “sólo vasco”, y por tato excluye y rechaza otras notas que podrán complementarle como persona.   

Afortunadamente hay otros muchos vascos, de hondas raíces, que se siente además muy españoles. El portavoz del PP vasco, Leopoldo Barreda, sin ir más lejos, en uno de ellos. Le ha contestado a Urkullu que la colocación de las enseñas española, vasca y europea en la Cámara "es lo normal y lo que mejor refleja lo que somos y cómo nos sentimos una amplia mayoría de vascos". Eso es admirable, porque es lo propio de gente con fundamentos.

Recientemente, en un artículo publicado en YA me permitía expresar mi admiración por esa gran nación que es EE.UU., constituida por la sólida unión de 50 estados, cada uno de ellos con su bandera y sus peculiaridades, pero que para todos la bandera común por excelencia es la de las barras y las estrellas, que cada norteamericano lleva metafóricamente en su corazón y muchos literalmente en diversas prendas de vestir o abalorios.

Pues aquí, siendo la nación más antigua de Europa, con permiso de Portugal –que es tanto como decir del mundo-, pasan esas cosas tan raras, por no decir muy dolorosas, de rechazar una bandera con la que la gran mayoría del pueblo español se siente identificado, y que, al contemplarla, en ocasiones solemne, le vibra el alma. Y ya pueden decir lo que quieran los nacionalistas vascos –o de otros lugares-: esa bandera representa a todos los españoles, es la que describe la Constitución aprobada por una aplastante mayoría del pueblo español.

Por eso, menospreciarla o ultrajada no es una cuestión baladí. Es algo muy grave. Como símbolo político que es de la nación, se ofende gravemente a todo el pueblo que constituye esa nación cuando se la ultraja. Formar parte de un Estado a cuya nación se ofende debería ser considerado –si es que de alguna manera no  está contemplado en nuestro ordenamiento jurídico- como un delito grave, que merecería ser penalizado proporcionalmente al daño que hace al conjunto de la nación, que no es otro que socavar los fundamentos del orden constitucional, lo que pone en grave peligro su estabilidad como nación y como estado.

Afortunadamente, ya digo, no todos los vascos piensa así. Hay voces muy significativas cada vez más sonoras. Hay muchas Rosa Díez y muchos Barreda, que no tienen sentimiento de rechazo a ninguna de sus notas características de su realidad personal, como vascos, como españoles y como europeos. Saben, puesto que no son infantilmente reduccionistas ni excluyentes, que tales sentimientos son perfectamente compatibles y pueden manifestarse simultáneamente. Eso no les debilita, lo tienen experimentado, sino todo lo contrario, les fortalecen el espíritu, la mente y amplia generosamente sus horizontes.  

Pero, claro, los separatistas seguirán perturbando nuestra convivencia con estas y otras perversidades propias de los nacionalismos, hasta que la fuerza de la mayoría, que verdaderamente ama la paz y la democracia, decida marginarles políticamente de una vez y para siempre jamás. 

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