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Diario YA


 

La democracia iconoclasta

Ángel David Martín Rubio. 4 de febrero.

http://desdemicampanario.blogspot.com/

Uno de los preceptos más perversos contenidos en la llamada Ley de memoria histórica es el que ordena: «Los órganos que tengan atribuida la titularidad o conservación de los monumentos, edificios y lugares de titularidad estatal, tomarán las medidas oportunas para la retirada de los escudos, insignias, placas y otras menciones conmemorativas de la Guerra Civil, existentes en los mismos, cuando exalten a uno sólo de los bandos enfrentados en ella o se identifiquen con el régimen instaurado en España a su término». Debajo de la confusa redacción, se pueden extraer las consecuencias: solamente habrá monumentos a las personas y circunstancias que se identifiquen con el régimen derrotado en la Guerra Civil, es decir la República del Frente Popular. La España de ZP se convierte así en émula de los tiranos romanos que aplicaban la “damnatio memoriae” para, después de haber ocupado el poder, borrar todas las huellas que pudieran recordar a su predecesores y las obras por ellos realizadas. Y la democracia que nació al arrullo de las piquetas se consolida, ahora en virtud de un precepto legal, en un régimen iconoclasta, es decir un sistema político que práctica la destrucción sistemática de las imágenes, en ocasiones de alto valor testimonial, histórico y documental vinculadas al bando vencedor en la Guerra Civil y a la España de Franco. Sentido etimológico del concepto iconoclasta que aclaramos en atención a los estudiantes formados en las reformas educativas promovidas por esta misma democracia.

La obra demoledora que se inició en 1978 se verá culminada. En los pocos lugares donde se conservan caerán ahora lápidas, monumentos, inscripciones, nombres, cruces… Ignoro si se llegará hasta el extremo de ordenar la demolición de los pueblos, pantanos, industrias, centros de enseñanza y sanitarios, vías de comunicación, edificios religiosos… que se identifiquen con el denostado régimen; tal vez, buscando precedentes históricos, una nueva ley proponga lo que hicieron los romanos en Cartago: arrasar las construcciones y sembrar los campos de sal. Y junto a ello, la glorificación indebida de otras personas y de otras circunstancias.

La manipulación de la historia en España supera con creces lo orweliano y el régimen actual se ha convertido en un gran hermano que lo mismo decide quién tiene o no derecho a la vida que nos impone una interpretación oficial del pasado. Hace apenas un mes, las instituciones públicas y privadas que promueven la llamada recuperación de la memoria histórica en Extremadura (entre ellas la Universidad, las Diputaciones de Badajoz y Cáceres y la propia Junta de Extremadura) presentaron unos listados en los que se presenta como víctimas de la represión franquista, entre otros muchos que no lo fueron, a un sacerdote asesinado por los milicianos en Badajoz, a una mujer asesinada por unos bandoleros en Monterrubio de la Serena, a un combatiente voluntario en las banderas de Falange o a un hombre que murió como consecuencia de las heridas que sufrió al caerse de un carro. Al tiempo, caen destruidas las lápidas donde se enlazan uno tras otros decenas de nombres, unidos a veces por los mismos apellidos, que fueron sacrificados por el odio en la retaguardia roja o cayeron víctimas de la persecución religiosa. Poco más allá, la España de ZP levantará monumentos a sus asesinos o, si aún sobreviven, dejará caer en sus bolsillos unas monedas porque pasaron unos años en la cárcel.

La Ley inspirada por la ideología de la memoria histórica nos obligará a deambular por las avenidas de Dolores Ibarruri o de Margarita Nelken, a pasar frente a las estatuas de los golpistas Indalecio Prieto y Largo Caballero o a llamar héroes antifranquistas a vulgares bandoleros pero, sobre todo, la Ley de memoria histórica convierte en un alto deber moral la obligación de conocer nuestro pasado desde el rigor del método histórico para evitar que la democracia española imite a los viejos tiranos en algo más que en el deseo de borrar toda huella del pasado para consolidar sus zarpas en el poder.

 

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