
Manuel Parra Celaya. Me han cerrado la Sierra de Collserola, paraje cercano a mi ciudad de Barcelona, así como otros parques naturales próximos, y el motivo (que parece justificado según lo entiendo a priori) es la fiebre porcina, detectada en la multitud de jabalíes que pueblan la zona, y esa abundancia se debe, claro, a las presiones ecologistas en contra de la caza; dicen que pueden contagiar a los cerdos de las granjas, lo que representaría un gran perjuicio económico para la exportación de productos chacineros. Leo que también en Valencia han puesto en una especie de cuarentena muchos municipios.
Sea como sea, se ha prohibido la circulación de personas (¿les suena de situaciones anteriores?) que pretendían pasear al aire libre; y, en cuanto al origen del maléfico virus, ya se ha descartado la burda teoría del bocadillo-olvidado-por los excursionistas, al igual que, hace pocos años, se descartó el cuento chino (nunca mejor dicho) del murciélago y el bicho de cuyo nombre no me acuerdo; parece ser que el origen del virus y de la epidemia, que solo afecta a los gorrinos, proviene de un laboratorio oficial mal controlado (¿les sigue sonando?).
Por ello, me han chafado a un servidor y a muchos barceloneses la libertad de recorrer senderos en fin de semana; las medidas adoptadas incluyen la presencia de agentes forestales (toda vez que el SEPRONA fue clausurado por los nacionalistas), de la Guardia Civil, de agentes de las policías municipales y por la UME, llamada por la Generalidad de Cataluña a pesar de la oposición furibunda de los acérrimos separatistas, los mismos que hacían sus caceroladas cuando los soldaditos iban a desinfectar barrios y locales cuando lo de la COVID. El encierro de entonces fue declarado ilegal por los tribunales, pero eso no tuvo consecuencia alguna.
Lo de ahora se trata, en todo caso, de una anécdota quizás pasajera, pero me ha llevado a ir a la categoría y a meditar sobre el fondo del asunto. Ya saben los lectores que no respondo en absoluto a un perfil conspiranoico: declaro solemnemente que me vacuno cada otoño de lo que me corresponda, estoy lejos de pensar en absurdos terraplanismos, no acudo a Montserrat a divisar OVNIS y no creo en confabulaciones sectarias ante cada situación política; pero lo cierto es que, de la mano de la Agenda 2030, parece que a algunos les cae bastante ancho eso del espacio Schengen e incluso el artículo 19 de la Constitución española que informa del “derecho a circular por el territorio nacional”.
Posiblemente, se trata de figuraciones personales, causadas por el cabreo de haberme privado de los parques naturales próximos, pero tengo la sospecha de que la tendencia es a limitar los libres movimientos de las gentes; por supuesto, lo primero es vetar los vehículos personales y, después, las actividades que impliquen movimientos de la población lejos de la posibilidad de controles domiciliarios y de residencias habituales; la excepción es, por supuesto, los flujos inmigratorios incontrolados…
Para evitar recurrir al mamotreto infumable de la susodicha Agenda 2030, acudo al papá Google que parece, en este caso, bastante fiable; me dice que el objetivo es “impulsar una movilidad segura, asequible, accesible y sostenible para todos, enfocándose en expandir el transporte público (¿a pesar de Óscar Puente?), la movilidad activa (caminar, bicicleta), vehículos de bajas emisiones (…) para mejorar la infraestructura y planificación urbana y hacer del transporte un derecho universal (…); lo de planificación me huele a chamusquina, pero a lo mejor es que soy algo mal pensado…
Y, en concreto, el objetivo 11 de la susodicha Agenda 2030 “pretende lograr que las ciudades y asentamientos urbanos sean (atención al léxico) inclusivos, seguros, resilientes y sostenibles”; como se ve, todo un despliegue de términos mágicos por doquier.
Francamente, desconfío de tantas buenas intenciones, en las que, por cierto, no figura en ningún lugar la añorada palabra de “libertad”. Lo cierto es que, en la actualidad, las limitaciones y prohibiciones de movimientos nos van cercando y nos crean una atmósfera de recelos por si estamos haciendo algo ilegal o clandestino; las medidas coactivas recaen especialmente sobre el ciudadano medio, que también está sobradamente limitado por razones de economía personal.
Da la impresión de que la libre circulación va a quedar limitada a esa nueva clase, directiva y pudiente donde las haya, que gozará del privilegio de trasladarse donde le venga en gana, aunque sea en medio de amenazas de virus, de epidemias y de fugas de laboratorio.
Posiblemente, parte de lo dicho sean elucubraciones personales sin fundamento, ocasionadas, eso sí, por las constantes alarmas con que nos inundan a diario los medios de difusión y propaganda, ya sea sobre la gripe aviar, las mutaciones amenazadoras de la humana, la fiebre porcina, los mosquitos provenientes del exterior, la presencia de extraños virus o las guerras inminentes; el objetivo parece ser mantener a las poblaciones en vilo, en inquietud constante, lo que hará más sencilla la tarea de dirigirlas y gobernarlas al antojo de las oligarquías.