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José Luis Orella: El ajedrez ucraniano

 

 

Ucrania se desliza hacia la división social. Finalmente ha quedado claro que el rechazo al acuerdo con la UE, en realidad escondía una nueva revolución. (El ajedrez ucraniano)

 

 

PROGRESO Y PROGRESISTAS

Manuel Parra Celaya. Muchos coincidimos en que la mostrenca y anticuada clasificación de derechas e izquierdas ya ha quedado arrumbada en el polvoriento desván de la historia. La prueba de ello me dan los propios representantes de los partidos, que han ido arrinconando estos términos en desuso, ocultándolos, silenciándolos o dejándolos caer solamente para sus hinchadas más fieles y retrógradas.
    La tradicional derecha hace tiempo que apeó esta denominación, quizás por su empecinamiento vergonzante en romper todo vínculo y alusión con el proscrito franquismo, y acude a definiciones más actuales, algunos como “conservadora”, otros como “liberal”, o, en sus ensoñaciones más demagógicas, al insulso apelativo de “centrismo”.
    Por su parte, las no menos tradicionales izquierdas han resucitado de entre las mortajas del pasado más remoto el término “progresismo”, que así se calificaba un partido liberal decimonónico que pretendía beber en las fuentes de la Ilustración y el Liberalismo revolucionario del XVIII; y, fiel a esta inspiración, también ha decidido apostar por ese progreso indefinido que iba a hacer “la felicidad de los pueblos”, una vez derrotado el oscurantismo y la superstición religiosa -decían-, previo paso, claro está, por la guillotina o el fusilamiento del oponente.
    Aterrizando en la actualidad tras esta obligada referencia histórica, compiten hoy en progresismo los herederos del comunismo, del socialismo, de la socialdemocracia, y se unen a este carro cualquiera de sus legatarios y descendientes, especialmente los de la República del 36, evidentemente enterradora de la del 31; ya habían invocado el “progreso” desde el Komintern para la instauración de los Frentes Populares en torno a la hegemonía de los partidos comunistas; y, ¡horror!, también el propio Hitler en sus ensueños racistas, muy fundamentados, por cierto, en el darwinismo que prevalecía entre los progresistas europeos.  
    No creamos que ese progresismo tiene patente nacional; ya ha adquirido hace tiempo una raigambre universal, y, de este modo, son progresistas los adversarios de Trump, los amigos de Lula, los indigenistas de Evo, o, en general, los ácratas, los okupas, los antifascistas sin fascismo de todo el orbe, hasta el punto de que es posible aceptar el neologismo de “progresismo transnacional” que creó el politólogo John Fonte a principios de este siglo XXI. 
    Ahora, provoca la sonrisa que los nacionalismos separatistas de la España actual se autocalifiquen también de progresistas, cuando, en realidad, son rémoras en el avance de la humanidad hacia su integración; y estalla una carcajada olímpica cuando no se consideran menos progresistas la burguesía catalanista heredera del pujolismo (Junts) y los clericales del PNV, a quienes, por cierto, los carlistas vascos y navarros denominaban los de la gudarostia.
    La cuestión en que la palabreja ha llegado a todos los ámbitos, incluso en el seno de la propia Iglesia Católica, para dividirla entre progresistas y oscurantistas, sin que ninguna de las dos denominaciones aparezca ni por asomo en el Nuevo Testamento.
    Pero, aparte de la magia de las palabras, todos somos, en el fondo, partidarios del progreso, pero no como esa panacea cuasi milagrosa que iba a hacer felices a los seres humanos, sino como un constante movimiento hacia adelante en la historia, que puede traer mejoras sustanciales, con la doble condición de no olvidarnos de la tradición válida y no creer en cuentos de hadas.
    Bastantes confiamos en que un mañana mejor se enseñoree de las vidas y de los pueblos, sustentado en la justicia social, en la libertad, en la responsabilidad, en la solidaridad, en la dignidad del hombre y su dimensión trascendente y, por ende, en una paz que sea resultado de todo ello. Y desconfiamos, a la vez, de los autotitulados progresistas tanto como de los conservadores, porque ambas posturas propugnan mantener contra viento y marea la situación actual; paradójicamente, el progresismo de hoy quiere conservar el Sistema; los que no estamos de acuerdo quedamos situados en el bando de los rebeldes, los inadaptados, los marginados, acaso, pero somos los progresistas de verdad, no los de definición o de boquilla. 
    Quien apuesta de verdad por el progreso es el que traza líneas prospectivas basadas en valores e ideas permanentes, de larga onda histórica, y, de este modo, se asegura una validez intemporal, por encima de las coyunturas concretas., adquiriendo la categoría de clásico.  Es el caso, por ejemplo, de José Antonio Primo de Rivera, de quien dijo, hace algún tiempo, el profesor argentino Alberto Buela lo siguiente: “Esto hace de él lo que llamaríamos un pensador progresista, al otorgar primacía al poder ser en su discurso político, pero no porque creyera en la idea del progreso indefinido de la humanidad como han creído y creen los pensadores demoliberales y neoiluministas, sino porque su pensamiento es un pensamiento progresivo, es decir, va más allá del statu quo reinante o vigente. Es un pensador no conformista en el sentido lato del término. No está de acuerdo con la realidad política tal como se da”. 
 

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