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Diario YA


 

polémica en relación con la idea de volver a cambiar el temario de las oposiciones

A vueltas con los temarios de las oposiciones

Decía Huarte de San Juan en su Examen de Ingenios que “es lástima ver a un hombre trabajar y quebrarse la cabeza en cosa que es imposible salir de ella”. Quizá haya pensado algo así el ministro de Educación, Cultura y Deporte, José Ignacio Wert, cuando la semana pasada ha suscitado tamaña polémica en relación con la idea de volver a cambiar el temario de las oposiciones que hasta el 15 de noviembre, todavía con el socialista Ángel Gabilondo en el ministerio, se regían en su mayoría por una ley de 1993, disponiendo éste, sólo a falta de 5 días para las elecciones, con las cámaras disueltas, que entrara en vigor la Ley Orgánica de Educación (LOE) de 2006, que introdujo la enseñanza de contenidos y materias nuevas. Contra esta alcaldada (o mejor “ministrada”) socialista, el actual ministro no trata sino de volver las aguas a su cauce, a fin de perjudicar lo menos posible a quienes llevan años preparando los controvertidos temarios de quita y pon.
Lo de las oposiciones ha sido siempre un tema controvertido en toda España, sea al nivel que sea de la administración, generalmente por lo desmesurado o inadecuado del temario exigido a quienes aspiran a un simple puesto para el que se precisa el bachiller o incluso la ESO. No hablo de oposiciones para diplomados, licenciados o doctores. Aunque también tiene su despropósito que en algunas comunidades puntúe más la lengua cooficial que un doctorado o el conocimiento de ésta que las matemáticas, la historia o la Ley 30/1984, de 2 de agosto, de Medidas para la Reforma de la Función Pública, según se quiera ser arquitecto municipal de Tarragona, catedrático de instituto en la Rioja alavesa o letrado del parlamento de Galicia.
Por hablar de lo que uno ha sufrido, diré que para auxiliar de bibliotecas del gobierno de Navarra, no hace muchos años puntuaba más el vascuence que los años de interinidad, una licenciatura en Filosofía y Letras o en biblioteconomía; y, a cambio, era exigible que se dominara las constituciones española y europea, el Amejoramiento del fuero, la citada ley de 1984 o la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial y la geografía de la Comunidad Foral. Así uno podía llegar a la biblioteca sin saber dónde se coloca un libro pero pudiendo discutir con autoridad con cualquier cargo electo que no pasara del bachiller o la FP.
Cataluña en manos de un bachiller como Montilla, Navarra en las de un sacerdote secularizado sin titulación académica alguna como Urralburu, el Ministerio de Interior en manos del electricista Corcuera, o el de Fomento en manos del Bachiller Pepiño sólo son algunos ejemplos. Como ejemplos son que Fraga no supiera Gallego al ser elegido presidente de la Xunta –todos nos reíamos al escucharlo porque como tenía que balbucirlo despacito se le entendía mejor que el español- o que ni Garaicoechea ni Ibarreche hablaran el batúa cuando accedieron a la presidencia del Gobierno Vasco. Mientras que a un obispo, como fue el caso de Mons. Blázquez, se le exigiera la lengua de Sabino para confirmar jóvenes en Neguri, pero que a los lehendakaris no se les exigiera para prestar en Guernica el juramento “Ante Dios humillado y en pie sobre esta tierra vasca” resulta un agravio comparativo incomprensible.
¿Y qué decir de los sepultureros a quienes, además de todo un corpus jurídico, se les exige unos conocimientos de botánica de ingeniero agrónomo o una geología y resistencia de materiales rayana a la del arquitecto o al ingeniero de caminos? ¿O que les puntúe más el vascuence, catalán o gallego que el latín necesario para leer R.I.P? Sin duda todo un cúmulo de despropósitos en la ley por la que se rigen las distintas oposiciones y  en el calvario que tienen que sufrir los funcionarios para ganar su plaza.
Lo anterior trae a cuento el viejo chascarrillo, que nuestros padres narraban hablando de pesetas y nosotros de euros, quizá lo único que haya cambiado, si, al paso a que vamos, no nos defenestran de la UE. El chiste, que por su moraleja más tiene de fábula de Esopo o Samaniego, y narra como un señor que tiene un vástago entre inútil y tonto recurre a un amigo político a ver si consigue un trabajillo con que el chico pueda tirar. El político, buen amigo del padre, le ofrece una jefatura de gabinete con 9.000€ más, dietas, al padre le parece mucho y le ofrece un asiento en el consejo de una empresa pública con 6.000€; también parece mucho al prudente progenitor y se le ofrece una dirección general con 3000 y,  así descendiendo en la cuantía económica de las ofertas, el padre espeta al político que no le entiende, que él pide algo mucho más humilde y sencillo como ordenanza, barrendero o alguacil… a lo cual, asombrado, el prócer de turno responde que otorgar tal pretensión no está a su alcance, pues para ocupar un puesto semejante necesita opositar. Sigamos así, que ya vemos lo bien que nos va, pues, con palabras de Cervantes que bien podríamos aplicar a la política: “ninguna ciencia, en cuanto a ciencia engaña, el engaño está en quién no la sabe”. 
PEDRO SÁEZ MARTÍNEZ DE UBAGO