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Diario YA


 

El hombre, que no conoce la Historia y que por ello no respeta sus límites

El hombre absurdo

Juan Manuel Alesson. Qué otra cosa decir, que no se haya repetido mil veces. El tema siempre es el hombre. El hombre, que no conoce la Historia y que por ello no respeta sus límites. Que no ve
luz; que no encuentra, que está perdido. El que lucha, y fracasa, y no sabe ser feliz. Y
sin embargo, sigue, sigue hasta el final. Su vida es así. Como la vida de su padre debía
ser la suya. Y, probablemente, así será la de sus hijos. Es un hombre terminal, que cree
haberlo visto todo; envilecido por subsistir en una atmósfera social cargada, sin la que
difícilmente sabría vivir –aunque, a veces, se empeñe despreciarla-. Esa forma de vida,
de gastar dinero, de divertirse, de trabajar –en algo que muy raras veces ama-, es el
cordón umbilical entre él y la existencia. Porque ha sido educado para medrar en ese
caldo de cultivo. No es feliz, nunca lo es porque, o bien, le sobra, o le falta algo. Ese
algo que rara vez concreta. Un día abandonará la vida sin haber sabido qué era la vida,
sin aprender qué significaba vivir. Sin sentirse humano. Sin entender.
Es un modelo ya muy visto en la Historia. El del hombre que, en última
instancia, no sabe adónde va ni por qué. No ama. Tendrá cuantas cosas y pasiones él
quiera, pero no amará nunca, porque este hombre se mueve únicamente por impulsos,
por codicia. Dando lo menos que puede dar de sí mismo. El mínimo. Lo justo para
pasar. Obviamente, su inteligencia no es emocional.
Este hombre se cree con el derecho absoluto de juzgar el mundo según su
propia vara de medir. Incluso lo que no entiende, lo que escapa a su capacidad de
análisis, lo juzga con la pretensión de dominarlo. ¿Cómo? Reduciendo, encuadrando,
simplificando, empequeñeciendo para, finalmente, despreciar y fijar por un instante la
mirada en otro lado. ¿Absurdo, verdad?
Qué lejos de ese hombre que cada día necesita menos para disfrutar del hecho
de vivir. Que invariablemente ayuda a los demás. Que no pierde valores, que no se
envilece. Que sigue mirando directamente a los ojos, con alegría, porque siempre lo ha
hecho, y seguirá haciéndolo, así.