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Diario YA


 

Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo

Eurovisión, cultura y Boris Eizaguirre

Miguel Massanet Bosch. El filósofo, novelista, ensayista y poeta norteamericano de origen español, Jorge Santayana, fue quien pronunció aquella emblemática frase, que resumía su teoría sobre el valor de la experiencia, con las siguientes palabras: “Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo”. Y fue este mismo personaje quien hizo la siguiente reflexión sobre la cultura: “La cultura está entre los cuernos de este dilema: si debe ser profunda y exquisita, ha de quedar reducida a pocos hombres; si debe hacerse popular tendrá que ser mezquina”. En este país en el que vivimos, la invasión de las huestes del señor Rodríguez Zapatero nos ha traído, además de una importante recesión económica, una pérdida de valores éticos y morales, un empobrecimiento de nuestros sistemas de enseñanza y una frivolización del concepto de cultura que, para algunos de estos llamados progresistas, que hoy tienen vara alta en las instituciones,  consiste en un pretendido afán innovador y un desprecio por la herencia heredada de nuestros ancestros, identificando con dicho concepto una serie de prácticas vitales que, como el erotismo, nudismo, sensualismo, revanchismo, laicismo, relativismo, homosexualismo, anarquismo y demás “ismos”; arrastra a una parte de la ciudadanía hacia una nueva forma de entender  la vida, prescindiendo del acervo cultural del pasado, para hacer tábula rasa del legado de la Historia, en un intento de rehacer la humanidad según un nuevo modelo, carente de cualquier referencia metafísica, simplificándolo y reduciéndolo a un modus vivendi, donde lo verdaderamente importante es vivir a tope, exprimir los placeres y entender esta existencia como el principio y fin, es decir, todo lo que el hombre puede esperar del hecho de haber nacido, prescindiendo de la suerte o desgracia que le acompañen en su tránsito terrenal..

Por esto, a nadie debe de extrañar que, en un ámbito semejante, podamos tener a una ministra de Cultura, la señora Ángeles González-Sinde que sea capaz de obsequiarnos con unas expresiones de una fineza tal como es decir que “los integrantes del mundo de la cultura (seguramente  aquellos a los que ella considera que lo son y no a los que, en realidad, merecen ser considerados como tales), no están bien considerados por el PP porque les tocan mucho las pelotas”. ¿Ustedes se imaginan a un máximo exponente del mundo de la cultura, como se presupone que debe ser un ministro, expresándose de semejante manera? Para esta señora, que se ha dedicado a beneficiar a sus amigos de la farándula con sustanciosas subvenciones y que ha sido la máxima defensora del canon digital que grava a todos los que compran CD vírgenes (sea cual sea el uso que hacen con ellos); lo verdaderamente importante es que el hatajo de chupópteros que están medrando de los apoyos del ministerio que preside, sean capaces de comportarse de tal manera que les toquen aquellas partes pudendas a los del PP, ya que, en esta especial democracia que pretenden imponer los del PSOE, no caben más formaciones políticas que los socialistas y aquellos otros partidos minoritarios les bailen el agua.

Y así es como llevamos años tropezando con la misma piedra, cuando se trata de elegir la canción que debe representar a España en el festival de Eurovisión. Se puede argumentar que se trata de un hecho sin importancia; que es un festival comercializado y en el que, las discográficas, imponen sus reglas; se puede alegar que entre gustos no hay disputas; pero nadie me puede hacer creer que, enviar los bodrios de canciones que han sido presentadas en los últimos años, prestigia a nuestra nación y a la música española. Estaría de acuerdo con que se tomase la decisión de no concurrir a este evento; aceptaría que las votaciones vienen condicionadas por razones de vecindad geográfica; por los idiomas y por el apabullante dominio del inglés, que no hace otra cosa que desmerecer la riqueza idiomática de Europa, en aras de la comercialización de los productos exhibidos por cada nación. Sin embargo, si tomamos la decisión de concurrir al festival, si pretendemos hacer un papel digno y no quedar avergonzados como viene ocurriendo, año tras año, al quedar reducidos a los últimos lugares de la lista de naciones que participan en el evento; es evidente que, el ministerio de Cultura, debiera de hacer algo más que dedicarse a mirarlo desde lejos y, cuando fracasamos, mirar hacia otro lado como si con él no fuera la cosa.

Sin embargo, en esta ocasión, debemos reconocer que la culpa del fracaso de nuestra canción en Eurovisión no se debe en absoluto a la cantante que nos representó, Lucía Pérez, que la defendió muy dignamente y con gran entusiasmo. Y es que, en este país, desde que los “progres”, frikis y demás “antisistema”, se han hecho con el marchamo de ser “los representantes de la cultura”; han ido apareciendo personajes, personajillos y sujetos estrafalarios  –fruto de esta avalancha de llamados “programas basura” con los que nos vienen saturando las TV –, que nunca, en su vida, hubieran soñado ser conocidos por el gran público si no fuese porque, el ambiente bohemio en el que se mueven, el morbo de la audiencia por la extravagancia y todo lo que signifique ruptura con los modos sociales, los moldes morales y el lenguaje barriobajero, insultante e irreverente con el que se expresan, no los hubiera puesto en la primera fila de la actualidad. Entre estos personajes brilla, con especial fosforescencia, un señor, histriónico y amanerado, de voz chillona y cursi vestimenta, que ya tuvo su momento de gloria en Crónicas Marcianas, del señor Javier Sardá y que, luego, ha ido vegetando por una serie de programas televisivos en los que, si no enseñó su trasero, como ocurrió en el primero, se mostró en su verdadera condición de pavo real como corresponde a su condición de miembro de esa rehabilitada casta de los homosexuales.

El señor Boris Eizaguirre es un ególatra y está encantado de conocerse a sí mismo, por lo cual no es de extrañar que, formando parte del jurado que debía seleccionar, con la ayuda del voto popular, la canción que este año debía ir a Eurovisión. A pesar de que, de las dos que la cantante Lucía Pérez tenía la opción de cantar, se escogió la que menos le gustaba a ella misma, a la mayoría de los presentes y a la propia presentadora, Anne Igartiburu, que se esforzó al máximo en hacer cambiar de opinión al señor Eizaguirre; que estaba obsesionado en no cambiar su voto decisivo, sin que lo hicieran mudar de actitud los argumentos de sus compañeros de jurado, ni las alegaciones de la cantante a la que se la veía sumamente disgustada o las súplicas de la presentadora, se empecinó en su terquedad, se encabritó en mantener su postura y dio un verdadero recital de gestos, de gesticulaciones y caídas de ojos, que fueron suficientes para que los espectadores pensaran que se trataba de un niño mal criado que patalea cuando le llevan la contraria.

El resultado, como no podía ser menos, a la vista está. Se acudió al certamen con la clásica cancioncilla de corte patrio y, como era previsible, se volvió a naufragar. ¡Bravo Boris, te has cubierto de gloria! Y es que, señores, pretender que sea el pueblo quien decida sobre una de las canciones que se le dan a escoger ya es de por sí una temeridad; pretender “jugar limpio”, en el sentido de que las canciones sean de propia cosecha y no pasen por un cedazo de especialistas cualificados que tengan en cuenta las características de un festival que tiene su peculiaridades, tal y como hayan hecho el resto de países que se presentan a competir y, por añadidura, cantar en español, un idioma que, en el resto de Europa es desconocido, es como atarse la cuerda al cuello y luego a la piedra antes de lanzarse a las profundidades marinas. O esto es, señores, lo que yo pienso al respecto.