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Diario YA


 

“¡Dios. qué buen vassallo, si oviesse buen señore!

La Corona como ejemplo para los ciudadanos

Pedro Sáez Martínez de Ubago. Día antes de su fallecimiento, la sierva de Dios y Reina de España Isabel la Católica redactó un codicilo a su testamento que debería ser motivo de su veneración en toda Hispanoamérica por contener el siguiente mandato.”Que no consientan ni dé lugar a que los indios, vecinos y moradores de dichas Indias y tierra firme, ganadas o por ganar, reciban agravio alguno en sus personas y bienes; mas manden que sean bien y justamente tratados. Y si algún agravio han recibido, lo remedien y provean”. Años atrás, esta reina había censurado públicamente a Cristóbal Colón cuando al presentarle éste unos habitantes de las tierras recién descubiertas encadenados como esclavos, le increpó: “¿Y quién es el almirante para hacer esclavos de mis vasallos?”. Así pensaban los reyes que hicieron grande a España.
Hoy, por el contrario, en una nación sin rumbo ni norte, ni más moral que la cultura del pelotazo, una España, con un déficit que asciende al 8,51% del PIB, con más de cinco millones de parados y más de millón y medio de familias en las que no entra ningún ingreso; una España de pícaros donde el fraude fiscal se calcula por los técnicos de Hacienda en unos 70.000 millones de euros, lo que viene a costar a cada español unos 830 euros, estamos viendo cómo personas muy cercanas a la Casa Real, se están sentando a declarar como imputados en delitos de los que todos recibimos agrabio.
Esto se da, no casualmente, cuando en la sociedad española, donde nuestros jóvenes se forman con la EPC, los personajes políticos consideran que la religión es un asunto íntimo de conciencia  que no debe manifestarse ni influir en asuntos públicos como las leyes, el gobierno o la enseñanza. Indudablemente, la religión es un asunto muy personal, porque involucra profundamente a la conciencia y, con ello, configura nuestra visión del mundo, la valoración de nuestras acciones y su orientación hacia los demás. Es decir, la conciencia pertenece a la esfera del conocimiento sapiencial, que responde al por qué último de las cosas y de la propia vida, esfera en la que, precisamente, se se sitúa la ética, que debe conformar el alma de la política.
La política, por definición, mira al bien común y no puede realizarse adecuadamente sin el conocimiento de los bienes humanos que la ética proporciona, hasta el punto de que sin verdad ética no hay libertad política, dado que una política sin ética deja de serlo, porque ya no mira al bien común, y queda reducida a una mera administración de recursos puramente instrumental y más abierta a la mezquindad y al egoísmo que al altruismo del servidor público y a la grandeza de la vocación de servicio.
¿Se da esto hoy en la actual España donde el artículo 61 de la Constitución establece que “El Rey, al ser proclamado ante las Cortes Generales, prestará juramento de desempeñar fielmente sus funciones, guardar y hacer guardar la Constitución y las Leyes y respetar los derechos de los ciudadanos y de las Comunidades Autónomas”; y donde el artículo 117 establece que “La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la Ley”?
Responder a estas preguntas nos conduce de lleno al viejo debate entre la ley positiva y la ley natural, entre el positivismo sociológico y el iusnaturalismo. En efecto Nuestra Constitución, nuestra Ley de enjuiciamiento criminal o nuestro Código Penal, son ejemplos de leyes positivas, y el fruto A de un punto de vista que tiende a fundamentar la legitimidad de la ley positiva en el consenso democrático y la voluntad popular. Frente a este punto de vista, Santo Tomás consideró que las leyes positivas deben ser expresión de la Ley Natural, la cual a su vez es expresión de la Ley Eterna. Así, aquellas leyes positivas que sean contrarias a las leyes naturales no son leyes buenas, mientras que aquellas que son conforme a la ley natural son justas y buenas y el ciudadano está obligado a cumplirlas. Es decir, la legalidad no siempre coincide con la moralidad.
Sólo desde la errónea concepción de fundamentar la legitimidad de la ley positiva en el consenso democrático y la voluntad popular, puede entenderse que una monarquía, cuyos reyes llevan el adjetivo de católicos, se haya sumido en el actual caos de un príncipe cuya consorte va por el mundo defendiendo el aborto o la homosexualidad; o con una infanta cuyo consorte ha tenido que comparecer durante 22 horas en un juzgado citado como imputado en una investigación de presuntos delitos de prevaricación, malversación de fondos, fraude a la administración y evasión fiscal.
¿Qué cabe esperar de los ciudadanos cuando la Corona o su entorno, que deberían, como Isabel la Católica, ser ejemplo para todos, protagonizan estos espectáculos, qué? Cuando se ostentan ciertos privilegios, no debe olvidarse que éstos están vinculados a graves obligaciones, y a quien es árbitro y moderador, no debería aplicársele el refrán  “en casa del herrero cuchara de palo”. Antes bien, conviene conocer la historia, los momentos de grandeza y decadencia y comprender que cuando el señor pierde su dignidad caballerosa, cuando el señor deja de ser señor y caballero y se transforma en señorito ocioso, el pueblo deja de trabajar conducido por sus ideales y se convierte en pícaro vagabundo, entonces esa sociedad se deshace.
Pero la culpa de esta perversión de valores nunca será imputable al pueblo español, a los súbditos de su Corona, sino a quienes desde las altas magistraturas difunden o permiten que se difunda el mal ejemplo como pauta de conducta. Sacrificio, generosidad, humildad, perfección en el trabajo… son virtudes que, históricamente, no son excepcionales en el pueblo español. Traigamos a la memoria las palabras de uno de los poetas anónimos que a principios del siglo XII, compusieron el Cantar de Mío Cid y su verso “¡Dios. qué buen vassallo, si oviesse buen señore!
PEDRO SÁEZ MARTÍNEZ DE UBAGO