Principal

Diario YA


 

Detalles originales

Un desagravio teñido de sangre

Fernando Z. Torres. Los actos nos acompañan. Nos definen. Nos elogian o censuran, dependiendo de los usos sociales y características del conjunto en que se desenvuelva el individuo. La habilidad del ser humano a la hora de manifestarse de manera distinta a la que realmente piensa, es un foco de desgaste interior que puede revelarse en consecuencias inimaginables. Esta sufrida conducta es empleada habitualmente en nuestro día a día, en aras de la obtención de un beneficio. El individuo está dispuesto a martirizarse si ello va a suponer la obtención de un provecho, ya sea a corto, medio o largo plazo. La vida en sí es precisamente esto. No obstante se requiere que quien le plantee una partida al azar, disponga de la fortaleza mental suficiente, que le permita soportar la frustración en el caso de no obtener el rédito esperado. Mi tortura por la consecución del objetivo.

La obligación de cortesía respecto del prójimo está implantada en nuestro modelo de convivencia como sendero propiciador de armonía latente, como conducta imprescindible para vivir entre semejantes, virtud al alcance de muy pocos. Aún me pregunto si se nace con esta cualidad, o se aprende por el ejercicio reiterado de observación del comportamiento de otros individuos, inclinándome por lo primero, siempre que se ejercite hasta convertirse en una pauta interiorizada profundamente, hasta convertirse casi en un acto involuntario.

La paciencia es la virtud del hombre inteligente. La templanza en los actos que le asisten en su cotidianidad, son la plasmación de una forma de vida generadora de adhesiones y loas a partes iguales. Es el germen propiciador de un punto de vista alejado de lo terrenal, que permite observar desde la objetividad la realidad que  rodea al individuo, siendo éste un ente conformado por cuerpo y alma, como ya estableció Platón. El razonamiento, la fortaleza y la templanza conforman la nobleza del hombre cuyas expresiones vienen condenadas por el cuerpo. El cuerpo es la parte nociva del hombre, a pesar de ser considerado en nuestro tiempo objeto de alabanza y adoración, llegando a condicionar nuestras vidas. Por mi parte no veo inconveniente en aderezar esta parte de nuestra esencia, siempre que no condicione nuestra realidad como en muchos casos ocurre.

El cuerpo es una cárcel para el alma y sus comportamientos castigan o absuelven hasta extremos inimaginables. El pasado lunes 12 de mayo fue asesinada a tiros en plena calle y a la luz del día Isabel Carrasco, presidenta de la Diputación de León. Este desgraciado suceso plasma de forma milimétrica la breve exposición que antecede. Triana Martínez, una de las dos protagonistas del hecho material junto a su madre, habría estado esperando su momento de gloria. Obsesionada con obtener una posición de relevancia dentro del status político, no duda en engrosar listas electorales en postreros lugares, o ser contratada presuntamente a dedo mediante un puesto de trabajo creado ad hoc para ella. Probablemente Triana adoptó el hábito social de tragarse todos los sapos necesarios con la idea de conseguir el fin. Puso en práctica con detalle cartesiano su talento innato, ese que todos tenemos pero cuyo ejercicio práctico requiere de un componente de inteligencia emocional reservado sólo a los mejores. Y seguramente aguantó comentarios, y probablemente soportó incomodidades, y es más que probable que no pudiera ni ver a su jefa pero el apoyo de su madre sería imprescindible. Su mayor apoyo, le aconsejaría que aguantara, que sólo los que soportan las adversidades consiguen el objetivo. Y Triana lo hizo. Se mantuvo fuerte hasta que sospechó que jamás lograría aquello para lo que estaba luchando, sin haberse preparado para el fracaso. Sin el vigor mental necesario para afrontar la contrariedad. Sin la lucidez que se le supone a una ingeniera en telecomunicaciones.

Esa incapacidad para conocer que no siempre se obtiene lo que se quiere, es la que ha llevado a Montse González, madre de Triana, a quitar una vida para desagraviar a quien se la concedió.

Etiquetas:Fernando Z. Torres