
Manuel Parra Celaya. Una de las aparentes paradojas de nuestra época es la eclosión del individualismo más atroz junto a la constante aspiración a formar parte de un rebaño más o menos organizado pero siempre canalizado y dirigido.
Esto segundo lo sentimos en nuestras propias carnes y lo aceptamos servilmente cuando nos sitúan en esos endemoniados pasillos de pivotes y cintas en aeropuertos y estaciones de trenes, donde al cruzarte una y otra vez y en un sentido u otro con otros viajeros que forman las colas no podemos de dejar de sentirnos verdaderamente estúpidos. Lo primero, el individualismo como norma social, es producto del neoliberalismo que nos rige globalmente.
No tenemos más remedio que repasar a Ortega cuando nos dice que “a las masas no les preocupa más que su bienestar y al mismo tiempo una insolidaridad de las causas de ese bienestar”, pues las suelen entender como “derechos nativos”, y esto es aplicable a los llamados derechos de segunda o tercera generación.
No es una contradicción sentenciar esa nota del individualismo y, al mismo tiempo, entrar en la dialéctica orteguiana de las masas y las minorías, pues recordamos que “delante de una sola persona podemos saber si es masa o no”, ya que “masa es todo aquel que no se valora a sí mismo -en bien o en mal- por razones especiales, sino que se siente ´como todo el mundo´ y, sin embargo, no se angustia”. De forma que el individualismo actual es perfectamente compatible con el regusto de sentirse rebaño, sea en la moda comercial, en la política…o en las indignantes colas de los aeropuertos.
Señalemos otra paradoja: la sociedad individualista tiende a menospreciar aquello que signifique milicia, en el sentido ignaciano y/o castrense del término, y, por ello, abomina de los uniformes militares, aunque pocos se vean en nuestras calles por imperativos de las cúpulas. Pero ¿esto implica un rechazo hacia toda forma de uniformidad? Nunca se ha visto, por el contrario, una sociedad tan propensa a uniformarse como ahora: un uniforme distingue a las diferentes tribus urbanas, a los seguidores de tal o cual cantante o grupo musical o a las franjas de edad, como seña de identidad de un mundo adolescente-juvenil ampliado.
Y, sobre todo, cualquier reivindicación callejera de las masas urbanas, justas y evidentes en muchos casos, es también propenso a la uniformidad, limitada, eso sí, a la inevitable camiseta o chaleco de un color; no hace falta remontarse a los “chalecos amarillos” franceses, porque estos signos externos se pueden apreciar en los diferentes sectores que formulan sus reivindicaciones en nuestras calles; se habla de las mareas blancas para designar las protestas del personal sanitario (por más que creíamos que las batas servían para cierta asepsia en hospitales y consultas); de las mareas rosas cuando se trata de mujeres quejosas por el retraso de sus pruebas y mamografías; cada reclamación laboral uniforma a los trabajadores del ramo con chalecos o camisetas con las siglas de la central sindical de turno; las feministas usan a destajo el color lila o morado, el multicolorismo del arco iris representa las exhibiciones públicas del orgullo gay…
En los más turbulentos años del siglo pasado, los colores también identificaban a los partidos: el azul celeste a los comunistas, el azul mahón a la Falange, el verde a los “escamots” separatistas, el negro a los fascistas italianos o el pardo a los nacional-socialistas alemanes; parece que todo ello ha pasado a la historia, pero, descartada la incómoda camisa, ahora le toca el turno, como hemos dicho, a las cómodas camisetas o chalecos.
Quizás una diferencia estriba en la sobriedad: antes, el color servía para identificar a los partidos o ideologías que pugnaban por transformar una sociedad; hoy, sobre todo, los adminículos más llamativos, como pegatinas o eslóganes, complementan las nuevas corrientes de uniformidad callejera, que sustituyen lo que huela de lejos a milicia y se huelgan con lo que signifique sentirse a gusto dentro de una masa. A veces, cuesta bastante distinguir lo reivindicativo y lo carnavalero…
Estos días pasados hemos sufrido la tortura de contemplar niños y adultos (¡y mascotas!) ataviados con los disfraces de ultratumba del Halloween; dentro de poco, contemplaremos las metamorfosis en gorros, cuernos de reno y otros atavíos de papanoeles de igual procedencia e importación.
Pero no entremos en juicios de valor y limitémonos en señalar el hecho: la uniformidad es, en nuestros días, un patrimonio gozoso de las masas, a las que no les importa sentirse iguales a los demás y no angustiarse por ello. Y, eso sí, menospreciando siempre la sobria uniformidad de lo que huela a milicia.