
Manuel Parra Celaya. Si Churchill o Napoleón hubieran dicho todas las frases ingeniosas que se les atribuyen, no hubieran tenido tiempo material para hacer nada de lo que consta en los libros de historia. Viene esto a cuento por una reflexión personal de estos días de verano, plagados de noticias de incendios intencionados y de tensiones internacionales.
Verán ustedes: por mi edad y circunstancias debería estar incluido en la condición conservadora que el premier británico atribuía a quienes habían superado con creces la rebeldía adolescente y juvenil; sin embargo, no me considero de esa condición, y cada día más soy más contestatario ante las reglamentaciones y prohibiciones que nos circundan tan abundantemente.
Es más: soy manifiestamente reacio a dejarme encasillar en la estúpida dicotomía de la política actual, entre “conservadores” y “progresistas”, cuya nota de originalidad (¿) y anacronismo la pone el gobierno de Pedro Sánchez al resucitar el manido vocablo de “fascismo” para todo el que le contradice en sus desafueros.
Clasificar las posturas de los políticos de diversos países de conservadoras o progresistas es, por lo menos, una memez; forma parte del reduccionismo a ultranza para uso de los que se tragan impunemente píldoras y que componen lo que se llamaba, en términos orteguianos, las masas. Viene a ser equivalente a lo que, a escala nacional, se mantiene como el ser de derechas o de izquierdas, es decir, para el mismo pensador, dos formas de hemiplejía moral.
Pero vuelvo, con perdón, a centrarme en mi persona, que se niega rotundamente a ser encasillado, y, menos, como conservador. Considero el mundo actual como esencialmente injusto, absurdo, disparatado y contradictorio; un mundo donde se proclaman solemnemente derechos que nunca se podrán cumplir en casa de los desheredados y se ocultan sibilinamente los deberes, que nunca cumplirán los privilegiados; donde se reduce la libertad esencial a menudas libertades de consumo (que también suelen ser conculcadas cuando llega la ocasión); donde el concepto teológico de dignidad es una mera palabra de nula definición en la vida social y que nunca forma parte de los programas de los partidos políticos.
No, no estoy conforme con conservar unas estructuras y principios económicos y sociales que tergiversan los términos trabajo y propiedad para los intereses de la especulación financiera globalizada. Tampoco, con conservar unas estructuras y dogmas políticos que provienen de tres siglos atrás, y que se sustentan en el individualismo a ultranza y propician la mentira y la falsificación.
Paradójicamente, a la defensa de estas estructuras axiológicas, políticas y económicas se afanan quienes se cobijan bajo el nombre de progresistas, que, cómo no, han ido evolucionando con los tiempos y hoy suelen mantener izada las banderas de la ideología woke como suprema muestra de progreso.
Me pregunto qué es lo que hay que conservar, pero no con el ineficaz latiguillo de seguir como siempre; lo que merece la pena es todo aquello que se encuadra en lo clásico y en una verdadera tradición, no como afán de copiar lo de antaño, sino de crear e, incluso, inventar. Así, la familia -tan maltratada por el Sistema, las creaciones de la historia llamadas patrias y los valores que afectan de lleno a la trascendencia del ser humano: ni Dios ha muerto (como decían los ilusos del XIX) ni el hombre tampoco (como dicen los cretinos postmodernistas).
Se trata de renovar y construir, como proponía una maravillosa poesía aprendida en mi infancia y juventud; también decían sus versos que la transformación radical que necesita el mundo nacía “de la entraña del pasado”, de lo permanente, de lo que no hay que hacer objeto de una conservación, sino de una nueva creación (la etimología de poesía nos lleva a ese acto de crear). A todo ello me sigo apuntando ahora, a mi edad, a pesar del dicho atribuido a Churchill.
No me interesa en absoluto conservar un mundo que se cae a pedazos ni confiar estúpidamente en un progreso indefinido que -decían los muy ingenuos- iba a hacer la felicidad de los pueblos, y que ha resultado un engaño superlativo. Sigo empecinado en renovar y construir para un mundo distinto, que no sé si llegaré a verlo, pero cuyos fundamentos pueden ser mi mejor herencia.