
Manuel Parra Celaya. Muchos atesoramos en los años juveniles hermosas utopías que proporcionaban fundamento a la rebeldía, a modo de horizontes a los que arribar. Conforme esos hitos ideales se iban dilatando y difuminando en el espacio y en el tiempo por mor de las circunstancias, incapaces de ser vencidas por la voluntad, podía cundir el desánimo, al entender, desde un uso estricto de la razón, que no se trataba más que de sueños inalcanzables.
Quedaban como meras palabras encerradas en los textos, en debates y conferencias, y se iban difuminando en la memoria y en los deseos; luego, el transcurso de la vida y sus realidades y exigencias los iba arrinconando, tanto en su uso como en su capacidad de representar el leit motiv del idealismo de antaño.
Surgía, de este modo, el posibilismo, como primera actitud intermedia entre el sueño y la evidencia; no es extraño, tampoco, que esta nueva actitud de madurez desembocara en un abandono a ultranza de las aspiraciones juveniles, con la convicción de que nada existía como motor de una acción; en algunos casos, se podía producir la adopción -más o menos sincera- de la búsqueda de otros horizontes, menos utópicos y más aceptados socialmente- pero que igualmente serían vencidos después por el desaliento ante las tozudas circunstancias; un elemento biológico, vital, influía también en estas derivaciones. En no pocos casos se dio la convicción de que nada valía la pena…
Sin embargo, pocas veces se tuvo en cuenta una postura más racional y más acorde, tanto con la utopía perdida, como con aquel talante de rebeldía que se había ido difuminando: la búsqueda de una eutopía ( de “eu”, bueno, y “topos”, lugar). Tomo el concepto de José Antonio Marina, según el cual la eutopía “no se refiere a un lugar ideal e irrealizable como la utopía, sino a un lugar deseable, pero posible de construir”; para alcanzarlo, además de ser viable, precisa de una acción asumible por la persona y por una colectividad, con sentido de realismo y de responsabilidad.
No se trata de una búsqueda de mínimos, pero sí de un estímulo para continuar, desde la racionalidad, la disconformidad con un presente injusto: cito una frase que he leído recientemente y que corrobora esta idea-proyecto: “Es posible que podamos arreglárnoslas sin utopía, pero no sin la energía política necesaria para pensar crítica y positivamente sobre el estado en que nos encontramos y cómo mejorarlo” (J.N. Shklar, citado por el profesor Frances Torralba en su libro “Un mundo sin pausa”).
En nuestro caso, se trataría de hacer de España y de Europa un buen lugar para vivir, sobrepasando los condicionantes actuales, y, como es lógico, en clara actitud de disenso con las pautas actuales.
¿Inconvenientes? Además del arduo esfuerzo que ello implica, me temo que muchos españoles de hoy -como casi todos los habitantes del mundo occidental sumidos en la postmodernidad- no solo no creen en utopías, sino que les parece imposible hacer cambiar las situaciones ; a veces me pregunto si estos compatriotas creen en la propia España… Por supuesto, ese supuesto descreimiento lo comparten muchos jóvenes, que se limitan a vivir instalados en su presentismo sin más aspiraciones: el presente es un fin en sí mismo, ya que se ignora el pasado y el futuro aparece enmarcado en una negra nube de incertidumbres que no merece la pena desvelar.
Sin embargo, la vida de los pueblos y de las generaciones que transcurren por la historia es un continuum, y el detenerse en ese presente vacío no es más que uno de los recursos del Sistema para cegar de antemano cualquier propuesta de transformación.
En ese pasado -olvidado por unos, ignorado por otros- muchos pensadores elucubraron, desde posiciones distintas, por una eutopía española, acaso de alcance universal, a veces cercana a la bella utopía; los textos de Giner, Costa, Picavea, Ganivet, Balmes, Menéndez Pelayo, Ortega, Xenius, Ledesma… o José Antonio Primo de Rivera dan buena fe de esta intención.
Algunos de sus sucesores en el pensamiento utópico/eutópico -Laín, Tovar…- se fueron desengañando y entrando en un descarnado posibilismo, y otros -Aranguren, Ridruejo…- buscaron otros campamentos lejanos donde instalar sus tiendas teóricas. Es importante insistir en la lectura, sobre todo de los primeros y en parte de los segundos, para entresacar de sus ideas aquello que pueda ser válido para el mundo actual, aunque sea tan distinto del que ellos vivieron.
Como dijo el profesor Fueyo de uno de los citados (José Antonio Primo de Rivera) se trata de descubrir sus intuiciones “de larga onda histórica”, las que pueden darnos valiosas pistas para acceder a una eutopía y acaso también vislumbrar si su perspicacia nos puede hacer arribar a las playas vírgenes de lo que se consideran hoy utopías.
En todo caso, un servidor persiste en su rebeldía constructiva, frunce el hocico ante los posibilismos y descarta, desde el realismo y la honestidad, las derivaciones hacia fundamentos distintos a los que ha venido manteniendo siempre, con corazón y racionalidad, contra viento y marea.